La
Historia de la Humanidad está surcada por momentos extraordinariamente cruentos
—en especial, aunque no sólo, en el contexto de los innumerables conflictos
bélicos que conforman su devenir—, entre los que es difícil discernir cuál de
ellos se lleva la medalla a la máxima fiereza. Pero no cabe ninguna duda de que
la batalla de Stalingrado ha alcanzado en tal escala una de las mayores cotas
de espanto por su implacable dureza, por el prolongadísimo martirio que
sufrieron sus protagonistas, por el aterrador añadido de las gélidas
temperaturas. Stalingrado constituía una ciudad clave en los planes estratégicos
de Hitler por ser puerta de acceso a la región del Cáucaso, rica en valiosas
materias primas. Entre junio de 1942 y febrero de 1943 alemanes y soviéticos
mantuvieron una pavorosa confrontación sobre la que se ha escrito mucho y que
ha inspirado comprometidos testimonios cinematográficos como los de Ermler —El punto decisivo (1945)—, Jean-Jacques
Annaud —Enemigo a las puertas
(2001)— o Bondarchuk —Stalingrado
(2013)—. Durante los ocho meses que duró la carnicería murieron cerca de dos
millones de personas entre civiles y soldados.
En
su conocido clásico La batalla por
Stalingrado, que a su vez sirvió de base a la mencionada película de
Jean-Jacques Annaud, William Craig narra un episodio que subraya la
imprevisible necesidad del ser humano de sobreponerse al espanto, su capacidad
de merodear en torno a la abyección en pos de un único destello redentor. Ya en
los estertores de la operación, en diciembre de 1942, los soldados del Ejército
Soviético acusaron la ausencia de munición y el hambre, como consecuencia del
devastador asedio de las tropas nazis. El invierno fue especialmente inclemente
en aquel año, y sus efectos causaron estragos en unas filas absolutamente
minadas por el desánimo y las precarias condiciones físicas y morales. El
paisaje se presentaba dantesco ante los ojos, con cuerpos colgados de los
árboles y muchos otros sembrando una extensión de nieve inabarcable, también
con animales sacrificados y devorados por soldados famélicos y enloquecidos. Ya
en la Nochebuena, el alto mando soviético, consciente de que debía buscar algún
medio de inyectar ánimo a sus soldados, ordenó que un escogido grupo de
artistas —algunos de los músicos, actores y bailarines más brillantes de la
URSS— les procurara alivio y alegría con espectáculos y conciertos en el centro
de la ciudad sitiada. Se dispusieron además unos enormes altavoces al aire
libre con el fin de que el consuelo llegara a todos los rincones de la desolada
Stalingrado.
Entre
los artistas se encontraba un joven violinista, Mijaíl Goldstein —hermano del
también y aún más famoso violinista Boris Goldstein—, que se interesó por las
condiciones en que los soldados sobrevivían en las trincheras. Goldstein quedó
impactado por el panorama de destrucción que se le ofrecía, y desde su
conmoción tocó con entrega total para sus camaradas. El violinista apeló a su
sensibilidad con canciones populares rusas, pero a continuación se deslizó
hacia un repertorio íntimo y profundo con el Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. A pesar del desafío
que entrañaba interpretar música alemana en las trincheras soviéticas, nadie
protestó. Sólo se instaló el silencio de la devota escucha, agradecida por la
mansa belleza crecida de repente en medio del horror. Los altavoces llevaron
las amadas notas hasta las trincheras enemigas, como quien manda un emisario en
son de paz. De repente, la hostilidad nazi cesó y cesaron los disparos letales
y el fragor insoportable de la artillería. Y en un receso del concierto, una
voz se elevó desde el bando alemán y pidió en un ruso vacilante: «Por favor,
toquen algo más de Bach. Nosotros haremos un alto el fuego». Durante cerca de
dos horas únicamente se oyó la música del violín de Goldstein, que acometió de
nuevo y sin oposición alguna por parte del mando soviético diversas piezas del balsámico
repertorio bachiano. A continuación, cantando villancicos de sus respectivas
tierras, aquellos hombres se olvidaron en esa fugaz tregua de quiénes eran y
para quién luchaban.
Curiosamente,
poco después de aquella emotiva hazaña, Goldstein protagonizó otra historia
menos laudatoria. Ya terminada la guerra, en 1948, realizando investigaciones en
el Conservatorio de Odessa, manifestó haber encontrado allí una partitura
inédita de una sinfonía, fechada en 1809. Ello significaba que en la Rusia
Imperial, ya en los mismos comienzos del XIX, ese modelo gozaba de suficiente predicamento,
lo que colocaba a la música rusa en una situación más vanguardista en el
contexto de la composición y del «consumo» musical. Sin embargo, después de
estrenarse la obra a bombo y platillo a comienzos de los 50, Goldstein
reapareció y negó la veracidad de la historia, confesando ser el compositor de
la espuria sinfonía. El escándalo subsiguiente adquirió proporciones mayúsculas,
con lo que Goldstein acabó por abandonar la URSS y, en una paradójica vuelta de
tuerca del destino, instalarse en Alemania. Allí murió, alejado forzosamente de
la interpretación por una lesión en una de sus manos.
PARA ESCUCHAR:
J.S.Bach: Oratorio de Navidad. Gaechinger Cantorey. Dirección:
Hans-Christoph Rademann. Solistas: Anna Lucia Richter, Regula Mühlermann,
Wiebke Lehmkuhl, Sebastian Kohlhepp, Michael Nagy. Sello CARUS. 2 CD. 2017.
Hans-Christoph Rademann vuelve a llamar la
atención con esta grabación en directo recién salida del Oratorio de Navidad
de Johann Sebastian Bach, una de las obras más inspiradas del cantor de Leipzig
compuesta en 1734. Se ha dicho repetidamente que este ciclo de cantatas es la
obra más hermosa y tierna de su autor, con su intimista descripción del
Nacimiento y la Adoración de los Reyes, y también la más espectacular, transida
por la gloria indescriptible que transmiten sus trompetas y timbales. Director,
coro y solistas se encuentran en estado de gracia en esta grabación que posee
ese indescriptible temblor de la música en vivo. Obviamente, ya existen otros
Oratorios referenciales y con solera en el mercado, pero Rademann realiza un
trabajo cuya singularidad y compromiso le colocan entre los más disfrutables
en cualquier discoteca.
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