Con
el 90 aniversario de la Generación del 27 como excusa tuvo lugar en la noche
del lunes en el Palacio de Festivales un concierto en el que fue protagonista
la música europea de la primera mitad del siglo XX, de la que estuvo prendado
el poeta Gerardo Diego. Así pues, la noche devino homenaje al vate y crítico
santanderino siguiendo el hilo conductor de sus inclinaciones musicales, en un
intimista programa a cargo del violinista Alessandro Fagiuoli y del pianista
Giacomo Miglioranzi. Las piezas estrella del concierto eran seguramente la
tardía Sonata para violín y piano (1917) de Debussy, una magnética y abrupta
composición que el músico francés alumbró estando próximo a su fallecimiento y
en el contexto desolado de la PGM; y asimismo la Sonata maestra de Poulenc,
bastante más tardía (1942), también concebida en un contexto de contienda
mundial, dedicada a García Lorca y recorrida por un espíritu sarcástico y
dramático al tiempo. Entre ambas, una sonata juvenil de Granados, una de las
danzas rumanas de Bartók y la Sonata op. 11, núm. 1 (1918), de Hindemith,
también de oscuro espíritu por causa de la guerra.
Los músicos demostraron compenetración y energía en el exigente programa, aunque con resultados desiguales. A pesar de la intrínseca y poliédrica belleza de las piezas, se echó en falta la emoción que debieran haber suscitado. El piano aportó el necesario color y el violín tuvo pasajes brillantes que fueron aplaudidos, pero atravesó dificultades de afinación, que se hicieron muy patentes en la propina final, el allegro molto de la Sonata núm. 4, op. 23, de Beethoven. Se agradeció, no obstante, la singularidad de una propuesta que en nombres y contenidos no suele ser habitual en nuestra ciudad.
Los músicos demostraron compenetración y energía en el exigente programa, aunque con resultados desiguales. A pesar de la intrínseca y poliédrica belleza de las piezas, se echó en falta la emoción que debieran haber suscitado. El piano aportó el necesario color y el violín tuvo pasajes brillantes que fueron aplaudidos, pero atravesó dificultades de afinación, que se hicieron muy patentes en la propina final, el allegro molto de la Sonata núm. 4, op. 23, de Beethoven. Se agradeció, no obstante, la singularidad de una propuesta que en nombres y contenidos no suele ser habitual en nuestra ciudad.