El
invierno ha entrado con fuerza en la programación del Palacio de Festivales,
ofreciéndonos uno de sus títulos más heladores: El lindo Don Diego, en
adaptación de Eva del Palacio, al frente de Morboria Teatro. Si la comedia
original de Agustín Moreto no es precisamente lo más florido del XVII español,
la versión que nos ha ofrecido la compañía madrileña no consigue desmontar esta
impresión, a pesar de las numerosas y desafortunadas licencias que se permite
con el texto. Prueba de ello fue, en la noche del viernes, la deserción de
bastantes espectadores —y no había muchos en la sala— a lo largo de la
representación.
Trasladar
la acción de la obra a los años 20 para acercarla a nuestros días es un recurso
muy gastado que, una vez más, no funcionó. Pero fue peor la mezcla del asunto
de partida con un pretendido homenaje a una bailarina de la época, Tórtola
Valencia, que sirvió de excusa para endosarnos a traición unos pasajes de danza
absolutamente extemporáneos acompañados por el soniquete de una sórdida
pianola. Tampoco le fueron en zaga las canciones deslizadas sin sentido alguno
en el montaje, destacando tal vez el aleve asesinato perpetrado contra el
maravilloso soneto de Lope de Vega «Desmayarse, atreverse, estar
furioso…».
La desoladora
escenografía, a medio camino entre un salón casposo y un cabaré del
extrarradio, no ayudó demasiado a sobrellevar una adaptación muy deficiente del
texto de Moreto, en la que hubiera sido plausible una labor de actualización y
poda razonables. En mitad del desastre, los actores intentan salvar la función
con esforzadas interpretaciones, a pesar de lo difícil que se lo pone la
directora con su concepto desproporcionado del ridículo en todos y cada uno de
los personajes.
Por lo demás, nuestro amortajado espíritu encontró réplica en el frío glacial que reinaba en la sala —un clásico del Palacio—, con el aire acondicionado como heraldo implacable en el interior de las bajas temperaturas exteriores.
Por lo demás, nuestro amortajado espíritu encontró réplica en el frío glacial que reinaba en la sala —un clásico del Palacio—, con el aire acondicionado como heraldo implacable en el interior de las bajas temperaturas exteriores.