La
ya veterana Muestra de Teatro Contemporáneo ha dado el pistoletazo de salida de
su 28ª edición en este viernes apostando a caballo ganador con La extinta
poética, propuesta que cuenta con texto de Eusebio Calonge y dirección de Paco
«de la Zaranda»; dos nombres muy conocidos por el público por su vinculación a la
compañía andaluza, aunque en esta ocasión se han decantado por colaborar con
actores externos, en concreto de la compañía aragonesa Nueve de Nueve. No es
extraño, por tanto, que La extinta poética presente señas de identidad que
nos recuerdan otros montajes de La Zaranda basados en textos de Calonge: la
apelación a la deshumanización del individuo de hoy, a la enajenación
foucaltiana que se propaga desde los centros de «salud», a la demencia y sus
artefactos… todo ello desde una atalaya de humor menos negro que sombrío, de
cuidado feísmo, de estética de esperpento y frenopático.
La
extinta poética nos cuenta muchas cosas y entremezcla otras tantas, a veces
con cierta dosis de confusión: ahí conviven la Ofelia de Heiner Müller, una
familia desestructurada que por sus colores parece sacada de un cuadro de
Solana, la adicción contemporánea a todo tipo de «fármacos» en sentido
etimológico (remedio y veneno al tiempo), la perversión actual del concepto de
cultura, la declaración de la defunción de la poesía y su posterior y luminosa
resurrección. Sin duda, unos temas nos interesan más que otros. El
planteamiento inicial de los miembros de la unidad familiar es excelente, pero
acaba cayendo en el tópico más rancio a lo largo de la obra, en un manifiesto
abuso del artificio costumbrista que solo se salva por el sarcasmo que lo
recorre, brillante en algunas escenas redentoras (la de los secadores o la de
la confección del traje, por ejemplo). Hubiéramos preferido también un enfoque
menos superficial de las adicciones psicológicas y de la decadencia intelectual
del mundo contemporáneo. Es evidente, en cambio, que la gran historia de La
extinta poética es la de esa niña deficiente, esa Ofelia universal vejada,
mancillada y vencida que desde su enorme potencial simbólico se desarrolla con
pulso maestro hasta la catarsis final, rescatando en su pureza más conmovedora
el hálito del arte; ese hálito que, pese a todo, siempre sobrevive al ruido y
la barbarie.
La dirección y el trabajo de actores son puntos fuertes del espectáculo. Paco de la Zaranda se vale de unos artilugios clínicos con ruedas (una camilla, una bici de rehabilitación, una suerte de hamaca-contenedor-gotero-perchero) para montar todas las escenas y realizar las transiciones de forma impecable. Las interpretaciones son sobresalientes en todos los casos, pero hay que mencionar especialmente a Laura Gómez-Lacueva, que transmite toda la alienación, la soledad y el desamparo imaginables, y a Ingrid Magrinyà, que está sencillamente descomunal en su dificilísimo papel de minusválida; su vinculación al mundo de la danza se aprecia en su más que extraordinaria expresión corporal, pero no le va en zaga la dramática: cada una de sus intervenciones nos atrapa entre la fascinación y el horror, y su agónico canto de cisne nos lleva finalmente a la descarnada palpación de la belleza.
La dirección y el trabajo de actores son puntos fuertes del espectáculo. Paco de la Zaranda se vale de unos artilugios clínicos con ruedas (una camilla, una bici de rehabilitación, una suerte de hamaca-contenedor-gotero-perchero) para montar todas las escenas y realizar las transiciones de forma impecable. Las interpretaciones son sobresalientes en todos los casos, pero hay que mencionar especialmente a Laura Gómez-Lacueva, que transmite toda la alienación, la soledad y el desamparo imaginables, y a Ingrid Magrinyà, que está sencillamente descomunal en su dificilísimo papel de minusválida; su vinculación al mundo de la danza se aprecia en su más que extraordinaria expresión corporal, pero no le va en zaga la dramática: cada una de sus intervenciones nos atrapa entre la fascinación y el horror, y su agónico canto de cisne nos lleva finalmente a la descarnada palpación de la belleza.