«Cualquier muestra tomada al azar no hace sino robustecer nuestras más
sombrías imágenes. Es un mundo malo. El fuego del odio y la violencia se eleva
en altas llamaradas. La injusticia es poderosa, el diablo cubre con sus negras
alas una tierra lúgubre, y la humanidad espera en breve el término de todas las
cosas. Pero esa misma humanidad no se convierte. La iglesia lucha, los
predicadores y poetas claman y amonestan. Todo en vano». Este era
aproximadamente el panorama dominante en la Europa de los siglos XIV y XV.
El poeta François Villon clamaba y amonestaba en vano
mientras encarnaba el perfecto prototipo del periodo cronológico, mental y
cultural que magistralmente acuñó Johan Huizinga: el otoño de la Edad Media. En
este tiempo, la Muerte es lo que otorga el auténtico sentido a la Vida, es la
prueba única que hay que superar. De semejante conciencia surgen dos tipos de
hombres: los que se estremecen ante la visión de los transi (esas tumbas con representaciones de cadáveres en proceso
de descomposición, comidos por los gusanos) y los que encaran la estación final
del viaje con una vida reprobable, a modo de desesperada sublevación. Villon
pertenece a este segundo tipo de hombres: con un espíritu profundamente
goliardesco, se amotina contra lo establecido, hace alarde del vivir y de su estado
miserable, y proclama —no sin tristeza y amargura— el ‘carpe diem’: «Soy un golfo y
una golfa me acompaña. /¿Quién vale más?
Estamos igualados. / Tal para cual, los dos por un estilo. / Basura amamos,
basura nos envuelve; / honor nos huye, del honor huimos / en el burdel donde
encontramos nuestro estado».
Pero la vena ácido-festiva no fue
la única que pulsó el poeta parisino. Junto a estas composiciones de tono
irreverente, coexisten poemas cultos y elegantes que recuerdan las
preocupaciones literarias de su coetáneo hispano, Jorge Manrique. En ellos se
lamenta Villon de la fugacidad de lo terreno y desarrolla tópicos como el del ubi sunt?: «¿Dónde, decid, decid en qué país / está Flora, bellísima romana; /
dónde Archipiada está, dónde Thaís, / que por las trazas fue su prima hermana?
/ Belleza fue de altura más que humana. / Mas las nieves de antaño, ¿dónde
están?» Villon supo trascender el estrecho corsé de la literatura cortesana
de su tiempo y presentar el mundo real: delicado y brutal, con hombres
aterrorizados e inconscientes; un mundo que acababa, doloroso a veces, feliz
otras, contradictorio siempre.
No se sabe a ciencia cierta si François
Villon logró eludir al fin el destino que invariablemente sorteó a lo largo de
su vida conocida. Tras innúmeras estancias en destierro o en prisión, la horca
era su sino natural. Sin embargo, durante los treinta y dos años que nos
constan de su biografía, la suerte acompañó a Villon como para permitirle
escribir en papel y no en piedra los diversos epitafios que para sí compuso. «Vednos aquí atados, cinco, seis, / y ya la carne a la
que tanto dimos, / devorada hace tiempo, está podrida. / Que nadie haga burla
de esta pena; / rogad a Dios que a todos nos absuelva». Así reza la Balada
de los ahorcados o Epitafio de Villon que el poeta escribió en la
celda donde, a causa de un altercado con un notario, esperaba la suspensión
definitiva de su cuerpo por el cuello, tras haber sufrido torturas terribles
como la del agua —al preso se le colocaba con la cabeza más baja que los pies y
se le introducía un paño en la garganta sobre el que se iban vertiendo cántaros
de agua en presencia del escribano y el verdugo—. Conmutada finalmente la
condena por un destierro de diez años, Villon se lleva de París su talento
literario y su desordenada vida hacia otras tierras cuya identidad, aún hoy,
constituye un misterio indescifrado. Nunca se supo cuáles fueron sus vivencias
posteriores ni dónde o cómo murió. Ni siquiera tenemos noticias sobre el
nombre o su origen verdaderos. Únicamente sabemos que había visto la luz en 1431
en París y que tomó su apellido de un canónigo que se hizo cargo de él siendo
niño, que le procuró estudios en la Facultad de Letras de París (donde alcanzó
el título de maître des arts) y que, inexplicablemente, fue sacándole
de todos los atolladeros en que anduvo involucrado a lo largo de su vida.
Rabelais quiso rastrear las huellas del desaparecido Villon en la persona de un
poeta afincado en Saint-Maixent, dedicado a la composición de representaciones
sacras: fin de trayecto que no parece convincente en un hombre que asesinó y
robó y que desgranó todo ello sin pudor con su pluma corrosiva. Mejor es
entonces quedarse con el Villon que conocemos, el que él mismo quiso
inmortalizar en sus palabras: crápula y enamorado, inocente y amargado, pobre
escolar maestro, vivaz y descarriado.
PARA ESPIAR
François Villon: El Legado
y El Testamento. Pre-Textos, 2001. 492 páginas.
Volumen que reúne los dos únicos
libros de François Villon, El legado o Pequeño testamento (1456) y El
testamento (1462) o Gran Testamento. El primero de ellos reproduce de modo
magistral el mundo del hampa que Villon conocía sobradamente por sus contactos
y por sus propias fechorías (robos, trifulcas varias, incluso asesinato). El
segundo libro destila un profundo rechazo hacia lo eclesiástico, con seguridad
derivado de su nefasta experiencia en la prisión de Meung-sur-Loire durante los años 1461
y 1462, donde sufrió horrendas torturas, y de la que partió hacia un exilio
donde se le perdió la pista para siempre. El volumen en general aborda también
la crítica social, personificada en la figura eclosiva del burgués codicioso,
las penalidades de un tiempo de guerra, enfermedad y hambre, y la contradicción
casi intuitiva entre el pánico a morir y la desesperada entrega al placer como
antídoto contra esa muerte tenebrosa. El volumen cuenta con la virtud añadida
de ser bilingüe, en buena traducción de José María Álvarez.
Johan Huizinga: El otoño de la Edad Media. Alianza Editorial,
2005. 432 páginas.
Una auténtica joya de la que en
este año se cumplen los 90 de su aparición. El libro de Huizinga es uno de esos
estudios clásicos que, por décadas que pasen, siempre constituirá una
referencia. Absolutamente innovador en el momento de su publicación, abordó con
precioso estilo literario el periodo puente entre la Edad Media y la Modernidad
(siglos XIV y XV, en Francia y Países Bajos) desde un punto de vista de las
mentalidades, la intelectualidad y los sentimientos: el miedo a la muerte, las
artes como salvación, el peso de lo simbólico frente al horror cotidiano, el
enfrentamiento entre el «orden» y el «desorden» ideológico, la jerarquización
social el ideal caballeresco y amoroso… Huizinga va mucho más allá de los
tópicos medievales para trazar un asombroso fresco de su época, pleno de
penetración y agudeza, que logra además conmover por su palpable cercanía. Un
libro que nunca se termina porque alberga numerosas relecturas.