El 24 de junio de 1935, hacia las 3 de la tarde, un avión Ford Trimotor del Servicio Aéreo Colombiano colisionó con otra aeronave del mismo tipo de la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos. El catastrófico accidente, que acarreó el incendio inmediato de ambos aparatos y su calcinación casi completa, se produjo en la pista del aeropuerto Olalla Herrera de la ciudad de Medellín. En el avión del SAC viajaban dos leyendas vivas del tango: Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, que fallecieron junto a otras 15 personas (entre ellas, toda los miembros de la banda de Gardel). La magnitud del incidente fue de tal calibre que a Gardel hubo que identificarlo por su mítica dentadura, dado que el fuego había consumido prácticamente todo lo demás; con posterioridad, en la autopsia que se practicó a los exiguos restos de su cadáver, se halló una bala que dio lugar a muchas conjeturas: en realidad, se trataba de un viejo trofeo, un recuerdo de correrías de juventud del apodado «zorzal criollo».
En la mañana de ese mismo día, un niño maldecía su suerte por no poder volar de Medellín a Cali en compañía de Carlos Gardel. La estrella arrabalera había ofrecido al chiquillo que le siguiera en su gira americana, después de haber admirado cómo con su corta edad le guiaba por Nueva York y le hacía de intérprete (Gardel no hablaba inglés), cómo tocaba el bandoneón y cómo había capeado el contacto con las cámaras tras haberlo incluido en el reparto de la película El día que me quieras (la novena en la carrera de Gardel), haciendo un papel de minúsculo canalla. Aquel crío diría años después con enorme sentido del humor: «Primer tango de mi vida y ¡acompañando a Gardel! Jamás lo olvidaré. Al poco tiempo te fuiste con Le Pera y tus guitarristas a Hollywood. ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera del 35 y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. Charlie [por Gardel]: ¡me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa». El ángel salvado se llamaba Astor Piazzolla.
El niño Astor, nacido en Mar del Plata, creció sin embargo desde los 4 años en una parte violenta de la Gran Manzana, imbuido del sudoroso legado de George Gershwin, de Elia Kazan, de Sophie Tucker, de las peleas en los callejones, del hambre. También aprendió cuatro idiomas en aquella babel emocionante y peligrosa, y absorbió su herencia italiana entre las notas que emanaban de los antros de jazz y las incursiones en el barroco impoluto y magnético de Bach. Estaba claro que había sido llamado a seguir el camino de la música; ya con 6 años tocaba el bandoneón y con 11 se «presentó en sociedad» con un concierto y compuso su primer tango.
A los 16 años Piazzolla regresó a sus raíces, a Argentina, y allí conoció a Ginastera, con quien estudió y gracias a quien tuvo acceso a la música de los grandes clásicos vivos del siglo XX: Bartók, Ravel, Stravinsky… al tiempo que comenzó a tocar en clubs nocturnos, por gusto y para ganarse la vida. Con 25 años funda su primera banda: «La 46», en obvio homenaje a su fecha de creación. En 1946 accedía también al poder Juan Domingo Perón, tras un largo periodo de golpes de estado y gobiernos fraudulentos que mereció cumplidamente el nombre de «Década Infame». Se abría así otra década, esta de reformas y mejoras políticas y sociales indiscutibles —muchas de ellas alentadas por la carismática Primera Dama, Eva Duarte de Perón—, aunque los conflictos en la calle eran constantes y la situación difícil, con muchos frentes abiertos y una oposición tenaz y radical. En ese ambiente convulso, que también transmite cierta rigidez cultural, Piazzolla es desacreditado por los músicos «oficiales», que le acusan de degradar y hasta matar el tango; el público culto reacciona igualmente con ira —y violencia— en uno de sus conciertos, por atreverse a usar el bandoneón en un programa sinfónico.
El músico se ve abocado a buscar nuevas opciones creativas y así es como comienza su etapa de compositor para el cine y decide disolver «La 46» e impulsar otra formación: el «Octeto de Buenos Aires», que ve la luz en 1955, en el mismo año en que una conjura militar, bajo la siniestra excusa de acarrear una liberación, deja 700 heridos y más de 300 muertos en un sangriento bombardeo y ametrallamiento de civiles en la Plaza de Mayo y zonas cercanas. Paralelamente, en una suerte de curiosa metáfora del agitado contexto político en que vive, Piazzolla sigue concitando los recalentados odios de los ortodoxos mientras se esfuerza por crear una música insólita: el tango renovado de una Argentina renovada, que necesita deshacerse de los grilletes de la dictadura formal: «Sí, es cierto, soy un enemigo del tango; pero del tango como ellos lo entienden. Ellos siguen creyendo en el compadrito, yo no. ¡Pero si todo ha cambiado! También debe cambiar la música de Buenos Aires. Somos muchos los que queremos cambiar el tango, pero estos señores que me atacan no lo entienden ni lo van a entender jamás. Yo voy a seguir adelante, a pesar de ellos».
Una década más tarde comienza Piazzolla a cosechar éxitos y reconocimientos para su personal cruzada. En 1963 graba Tango contemporáneo, con una introducción a Héroes y tumbas en la que participa recitando el propio Ernesto Sabato, y en 1965 registra El tango, con la colaboración de Jorge Luis Borges, con quien trabará una duradera amistad. En los años siguientes inicia una escalada de giras y conciertos por todo el mundo; vive, en la práctica, en Europa, que le aplaude sin reservas, aun con escapadas fugaces a Argentina, la patria que le premia y ensalza cuando más lejos está. Llegan la magistral Adiós Nonino —cumbre del tango, elegía a la muerte de su padre—, Libertango, la arrebatadora Oblivion, La Camorra… auténticos hitos de la música clásica contemporánea.
A los 71 años, hace ahora exactamente 25, muere Astor Piazzolla en Buenos Aires. Sus tangos osados aún nos traen los ecos de la modernidad y la rebeldía; los compases de su bandoneón se desgranan como eslabones de una cadena rota por el empuje irresistible del ansia de libertad.
PARA ESPIAR
Astor Piazzolla: The Central Park Concert. Nuba Records, 2008.
Grabado en vivo en Nueva York el 6 de septiembre de 1987, recoge una de los más memorables conciertos de Piazzolla junto a su Quinteto (fundado por él en 1960). Se reúnen aquí la mayoría de composiciones más carismáticas del argentino: Verano Porteño, Adios Nonino, Muerte del Ángel, La Camorra…; se echan en falta Libertango y Oblivion. A cambio, el registro se cierra con un espectacular Concierto para quinteto. La grabación es excelente, muy equilibrada, proporcionando una muy buena experiencia de sonido y una limpia percepción instrumental, sin apenas injerencias del auditorio. Valor testimonial tiene uno de los cortes del disco (el sexto), en que Piazzolla se marca un monólogo en que nos habla de él, del tango, del bandoneón y su significado. Es un disco épico y conmovedor.