«Debo crear un sistema o ser esclavo del de otro hombre». En este
aserto, tan contundente como reivindicativo, se sintetiza la concepción del
arte alumbrada por William Blake en los finales de un siglo, el XVIII, convulso
por drásticos cambios sociales, políticos, científicos e intelectuales. Por
aquel entonces, William Blake veía, literalmente, visiones, y no es de
extrañar: rodaban cabezas de reyezuelos indignos que habían abusado hasta el
paroxismo de privilegios indecentes; la Revolución Industrial marcaba el
tránsito desde el Antiguo Régimen a un nuevo estado de cosas que, aunque no
exento de asechanzas, delimitaría en todo caso las fronteras de un nuevo orden
definitorio de las fuerzas de trabajo; Adam Smith sienta las bases del
capitalismo moderno; el cálculo infinitesimal, la biología o la astronomía
experimentan un avance espectacular; el feminismo y las primeras declaraciones
de derechos humanos apuntan hacia un utópico horizonte de respeto más
equitativo y generalizado; la Razón, aun en su intransigencia conceptual,
intenta ahuyentar a los demonios de la superstición; Europa en el mundo se
escribe con mayúsculas.
«Debo crear un sistema o ser esclavo del de otro
hombre». Deber, crear, sistema. Tres puntos de apoyo imprescindibles para
practicar con firmeza un credo estético: el sentimiento íntimo de la urgencia
de la búsqueda, la inapelable atención a la creación como acto básico del
artista y la necesidad de un método para desarrollarla. A diferencia de la
actualidad en que vivimos, caracterizada al tiempo por la aparente lasitud de
nuestro entorno y el simultáneo e implacable retroceso a estadios de dudoso
rango cultural, Blake vivió una época definida por el progreso y por la
negación de todo lo precedente, también por la rigidez de unas costumbres
establecidas que pretendían perpetuarse. Quizá por ello Blake entendió y
asimiló la creación a la insurrección, y lo irracional, paradójicamente, a un
sistema; tuvo la asombrosa capacidad de adaptar su esencial contradicción y su
radical inconformismo a las metódicas exigencias de la creación. No es extraño
que posteriormente fuera admirado por los simbolistas o por poetas de la talla
y singularidad de Emily Dickinson o que se convirtiera en icono de la
Contracultura ya en los 60 del siglo XX. Ese peculiar concepto de creación,
ligado a una idea de libertad de la que solo podía participar lo incontaminado
y lo interior, lo más vital y menos racional del hombre, lo más íntimamente
imaginativo y alejado de la fidelidad a la naturaleza, en suma, llegó a
convertirse en una suerte de obsesivo horizonte para el artista londinense. De
ahí la importancia que adquirieron en su obra literaria y plástica las alucinaciones,
a medio camino entre lo religioso y lo herético, que experimentaba desde niño, así
como sus aficiones ocultistas —fue ávido consumidor de libros renacentistas de
magia y alquimia— y el empeño por socavar desde los cimientos el academicismo
más áureo, como sugiere en su turbador y célebre poema La rosa enferma —donde
la rosa es metáfora de lo convencional y el gusano la inquietud que lo devora—:
«¡Tú estás enferma, rosa! El invisible gusano que viene volando por la
tormenta aullante de la noche,
ha hallado al fin
tu cama de colorada alegría; y su secreto amor oscuro te está destruyendo la
vida» (traducción de Juan Ramón Jiménez).
Blake cumplió holgadamente el requisito de ser incomprendido en su
tiempo —incluso odiado: Locke lo detestaba—. Sin embargo, a pesar de la
aceptación de que goza su obra en la contemporaneidad, sigue siendo tildado de
artista oscuro y sus escritos e imágenes —tanto los unos como las otras, pues
ambos forman una obra homogénea y total, recorrida por idénticas pulsiones— se
califican con frecuencia como incomprensibles. La magistral aproximación a
Dante o Milton o la Biblia, incluso, que realizó William Blake en sus
inconfundibles estampas plenas de figuras desproporcionadas y líneas y colores
incisivos no puede abordarse sino desde un punto de vista fantástico y
mitologizante, que no incomprensible. En verdad, el inglés tipo del XVIII y
comienzos del XIX consideraba las obras de Blake incorrectas e impúdicas; en
cierto modo lo eran, no solo por su en ocasiones explícita sexualidad sino también
por la desafiante heterodoxia con que rescató en su arte la tradición medieval
y renacentista o por su comprometida preocupación estética, de rasgos goyescos,
por los movimientos sociales y políticos de su tiempo. En lo personal, Blake fue
absolutamente coherente con su obra: defensor a ultranza de la libertad del
individuo, de los derechos de igualdad y formación de las mujeres —de hecho,
enseñó a leer y escribir, e incluso a hacer grabado, a su propia esposa— y de
la abolición de la esclavitud en un tiempo en que era aún moneda demasiado
corriente.
El modesto hijo de mercero, el exaltado cazador de tortuosas
visiones celestiales, el poeta y artista de figura robusta y mirada arrebatada,
nos legó el compromiso y la inquietud, la rebelión y el tormento, la intuición
del misterio abisal del alma humana. En su tumba silenciosa, sin placa ni
leyenda, descansa para siempre William Blake, recostado tal vez entre los
brazos de algún ángel caído.
PARA ESPIAR
William Blake: Libros
proféticos. Trad.: Bernardo Santano. Atalanta, 2013-14. Dos volúmenes: 1324
páginas.
Esta edición de Atalanta en tapa dura constituye un auténtico
espectáculo intelectual y visual que nos conduce entre los textos iluminados de
Blake —de agradecer la versión bilingüe— y sus fascinantes ilustraciones, en un
concepto integral que respeta la pretensión original del autor inglés. Una
edición, por otra parte, que constituye una irónica joya bibliográfica; y
decimos irónica porque William Blake, profusamente denostado en vida, hubo de
autoeditarse y autoilustrarse. Ha habido que esperar que transcurran casi
doscientos años desde su muerte para poder disfrutar de una edición
conmemorativa a la altura de las exigencias artísticas absolutas del
extraordinario poeta y grabador que supo retratar como nadie los anhelos
humanos. La publicación se completa con una introducción de Patrick Harpur y un
glosario final.
Jim Jarmusch: Dead
man. Johnny Depp. 1995. 120’ DVD
Peculiar película, en la habitual línea inclasificable de su realizador,
que rescata el recuerdo de un iconoclasta William Blake —así se llama
intencionadamente su protagonista, encarnado por Johnny Depp— más en espíritu
que en hechos: que no se busquen referentes biográficos, aunque sí hay citas
textuales de su obra a lo largo de la cinta. Se trata de un filme a medio
camino entre una road movie y un western bastante atípico, en el que importan
más las sensaciones que la trama y en el que el universo literario del director
está muy presente. Banda sonora de Neil Young. No indispensable pero sí una
curiosidad.