Llevaba en las venas la tradición intelectual
de Austria y estaba llamada por ello a militar en las filas de la «enfermedad
del lenguaje», a caer en la trinchera abierta entre la necesidad de la
expresión y la tentación del silencio. No puede olvidarse aquel antecedente
fundamental de la Viena fin de siècle, que cuestiona la validez del
lenguaje para retratar el mundo. Plantearse este dilema de cuño
wittgensteiniano —hablar sin conexión con lo real o bien renunciar al uso del
lenguaje— supone para todo escritor un cierto sentido de la indefensión ante la
enunciación formal de las palabras. Los escritores de raíces germánicas fueron
especialmente sensibles a este conflicto emocional, incluso siguen siéndolo: imposible
olvidar nombres más recientes atrapados en el mismo problema, como los de
Christa Wolf o Elfriede Jelinek.
Ingeborg Bachmann —ella, que hablaba varias
lenguas— no constituyó precisamente una excepción. Este peculiar conflicto ya
había sido expresado con material crudeza por el también austriaco Hofmannsthal
en 1902 en su Carta de Lord Chandos, en especial en un párrafo que a
Bachmann le gustaba citar: «Las palabras
abstractas, de las que sin embargo la lengua debe servirse conforme a la
naturaleza para dar cualquier juicio en el día, se me deshacían en la boca como
hongos podridos». Estudiante de filosofía y de filología alemana, Bachmann
preparaba una tesis no sobre, sino contra el empleo del lenguaje en la
metafísica de Martin Heidegger, cuando conoce en 1948 al rumano Paul Celan,
otro de los grandes damnificados de las palabras, el poeta germanodependiente y
suicida autor del revelador Reja de lenguaje.
Con Celan no solo la unirían las opiniones acerca de Heidegger —Celan tuvo un
par de desencuentros célebres con él— sino también la experiencia de la palabra
como algo necesario al tiempo que frustrante y un amor-pasión inextinguible,
más allá de los años, la poesía, el matrimonio de Celan, los viajes de ambos,
las separaciones e incluso la muerte (Celan se arrojó al Sena en 1970).
El desembarco de Bachmann en la poesía tuvo
lugar en 1952, en una lectura que realizó por invitación del llamado Grupo 47, el
movimiento literario alemán más influyente del periodo de posguerra. Celan
también estaba allí, aunque en ese recital conoce Ingeborg Bachmann a Hans
Werner Henze, que será posteriormente otro de sus grandes amores, en este caso
marcado por la música. Aquella lectura de Bachmann supuso su casi inmediata
consagración; un año más tarde publica su poemario El tiempo postergado y su literatura acapara una portada en Der Spiegel. El poemario Apelación de la Osa Mayor (1956) e
incluso el libreto de ópera El Príncipe
de Homburg, basado en la obra de Kleist —otro de los autores afectados por
la «cuestión lingüística»— están dedicados a Henze, aunque es cierto que
Bachmann nunca deja completamente de ver o escribir a Celan, ni de recomendarlo
para los más elegantes trabajos de traducción en la editorial de Klaus Piper.
En
1954, Ingeborg Bachmann se marcha a Roma, la ciudad primigenia, la urbs mirabilis capaz de darle toda la
libertad que echa de menos, capaz de hacerle olvidar aquella ruina espiritual
de Europa que ya percibiera Hermann Broch. Bachmann pasea extasiada la ciudad,
día y noche. En 1958 conoce al novelista suizo Max Frisch, e inicia con él una
relación destructiva; él la persigue con ahínco («Comprendo que no quiero
vivir sin ella. ‘Roma non risponde’, no logro entender que no pueda localizarla
durante toda una noche, ni tampoco de día.¿No habrá recibido mis cartas? La
quiero, la amo») y ella acaba al
borde del psiquiátrico tras la indigna publicación por parte de Frisch de un
panfleto ominoso sobre su relación. En 1962 el vínculo termina, y tras una
breve estancia en Berlín, Ingeborg recupera la calma, su vida en Roma… y el
silencio. Su último poema publicado había sido «Nada de delikatessen»: «No
descuido la escritura/ sino a mí./ Los demás saben/ servirse de las palabras./
Yo no soy mi asistente./¿Voy a capturar un pensamiento,/ llevarlo detenido/ a
una iluminada celda de frase,/ halagar ojo y oído/ con bocados de palabras/ de
primera calidad,/ investigar la libido de una vocal,/ servir de medianera/ para
el valor amatorio/ de nuestras consonantes?».
La literatura parece abandonarla durante casi diez
años. Es un periodo también de enfermedad, de sufrimiento físico. Pero a lo
largo de todo este tiempo, en realidad, Bachmann está inmersa en una obra
importante, una trilogía narrativa llamada ‘Modos de muerte’, de la que
finalmente sólo vería la luz Malina (1971, recuperada por Akal en
2003), una novela intensamente lírica surcada de sutiles referencias
autobiográficas: hay diálogos con acotaciones musicales que recuerdan a Henze;
hay un episodio bellísimo, poético y cifrado («Los misterios de la Princesa de
Kagran») que remite indiscutiblemente a la hermosa relación con Celan;
hay un personaje abyecto, Malina, que da cuerpo a un novelista que bien podría
tener rasgos de Frisch; también está la figura del padre, la idea de la muerte,
la obsesión por la perfección formal, por la precisión en el decir.
Bachmann
mostró su compromiso y valiente oposición en muchas cuestiones candentes: contra
el nazismo, contra la Guerra Fría, contra la Guerra de Vietnam. Fue también
escandalosa en unos tiempos en que la intelectualidad no se entendía posible en
femenino y en que las relaciones personales no se llevaban adelante como
Bachmann las llevaba. Sufrió y vivió entre el amor y las palabras. El 17 de octubre de 1973, con cuarenta
y siete años, acostada y atestada de narcóticos, muere consumida por el fuego
que inicia en su cama un cigarrillo y que la devora a ella y lo devora todo en
su casa romana. «Llega el día en que uno
lo ve todo negro,/ se toma el desayuno con los muertos».
PARA ESPIAR
Ingeborgh
Bachmann-Paul Celan: Tiempo del corazón:
Correspondencia. FCE, 2012. 496 páginas.
La relación entre Bachmann y Celan fue
recíprocamente admirativa, intensa, apasionada y también tortuosa. Se
conocieron en 1948 y su contacto intelectual y amoroso se prolongó, aun con altibajos,
durante más de quince años, hasta que las crisis nerviosas de Celan y sus ingresos
en psiquiátricos hicieron inviable la continuidad de la relación. Sin dejar de
lado el interés que suscita leer a estos dos inmensos escritores conversando
entre sí de amor y literatura, no puede pasarse por alto que, además, nos
llevan de la mano por un tiempo crucial de cambios y conflictos vividos y
sufridos en primera línea: el de la Europa de la SGM y la posguerra. El volumen
se completa con los epistolarios de Bachmann con Gisèle Celan-Lestrange —esposa del poeta— y de Celan con Max
Frisch.
Ingeborgh Bachmann:
Últimos poemas. Hiperion, 1999. 84
páginas.
Dieciocho poemas escritos entre 1957 y 1967, en un
periodo muy turbulento en la vida de la autora, son los que conforman, en
versión bilingüe, este volumen de poesía absolutamente demoledora. Si los versos
de Bachmann siempre lo son —una suerte de hacha que quiebra el hielo del yo,
como Kafka decía y Bachmann asumió completamente—, estos últimos poemas
constituyen una dura visión del ser humano y del ser amante en particular.
También son varios los poemas dedicados a la reflexión metaliteraria; en concreto,
«Nada de delikatesen» es, aparte de un espléndido poema, una de las más
brillantes e inteligentes poéticas del siglo XX.