«El siglo XIX se sentía orgulloso de las
fortalezas que construía en los límites y a veces en el corazón de las
ciudades. Le encantaba esta nueva benignidad que reemplazaba a los patíbulos.
Se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante
las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban una
verdadera empresa de ortopedia social. A los que roban se les encarcela; a los
que violan se les encarcela; a los que matan, también. ¿De dónde viene esta
extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para corregir? ¿Una vieja
herencia de las mazmorras de la Edad Media?». La prisión encarna un
constructo social de alcance inusitado desde el siglo XIX. Hasta ese momento,
en líneas generales, los calabozos constituían para el reo una mera antesala de
la muerte, de la ejecución sumaria de una sentencia derivada de un juicio
sustentado en demasiados elementos arbitrarios y espurios; en ocasiones,
también, era cámara de torturas o de privaciones físicas, a partir de la
asunción de que el sufrimiento físico expiaba la comisión de delitos de
cualquier naturaleza. Sin embargo, la «nueva» prisión representa una revolución
espectacular: un auténtico método de sometimiento de las conciencias, frente a
la tortura física como vía más limitada de sometimiento únicamente de los
cuerpos. Este concepto arranca de una idea apuntada previamente en un breve
librito del utilitarista dieciochesco Jeremy Bentham, Le Panoptique (1780),
que esboza un perverso ideal arquitectónico: las cárceles tendrían una
estructura circular con un punto de vigilancia central, con el fin de que la
autoridad pudiera avistar cómodamente a todos y cada uno de los prisioneros en
derredor —de ahí el pan-óptico—; el hecho de que los prisioneros conocieran
esa posibilidad de ser vigilados actuaría automáticamente como mecanismo de
control psicológico, permitiendo una más sinuosa y efectiva aplicación del
poder que trasciende lo estrictamente corporal.
Ya
avanzado el siglo XX, Michel Foucault profundizará en la aplicación subrepticia
de esta remota propuesta de Bentham en diferentes ámbitos de la
contemporaneidad, estudiando el caso concreto del desarrollo de las instituciones
penitenciarias y extendiendo estas consideraciones a otras pavorosas
manifestaciones sociales, como la locura y los psiquiátricos, la educación y
los centros de enseñanza… La clave es que, por una parte, la colectividad
intenta reconducir a sus miembros desviados en instituciones aparentemente
benéficas que, en realidad, son plataformas de represión; y por otra, que esta
misma maquinaria de control hacia los individuos se activa en proporciones
menos obvias pero igualmente efectivas en los escenarios sociales más comunes de
la vida cotidiana.
Desde
muy joven supo Foucault lo que era sentirse observado y censurado por no
encontrarse inserto en el sistema social dominante en la Europa inmediatamente
posterior a la segunda contienda mundial. El niño Michel fue un alumno
brillante en los estudios y consciente, al tiempo, de su diferencia sexual
respecto al resto de sus compañeros. Por ambos motivos, las burlas y el acoso
fueron constantes en sus años juveniles; también en el ámbito familiar se
intentó reeducar al díscolo, orientándolo hacia la práctica de la medicina y
tratando de modificar sus instintos sometiéndolo a pruebas extremas —su padre,
cirujano, obligaba al chico a presenciar amputaciones de miembros en pacientes
para reforzar su «dudosa» virilidad—. Encaminado finalmente hacia la filosofía,
se formó con los mejores —Althusser, Merleau-Ponty, Dumézil…—, mientras
asimilaba la influencia indiscutible de Nietzsche, Heidegger, Kant, Borges o
Sartre, palpable en sus múltiples libros, recorridos por la reflexión sobre el
poder, el individuo, la moral colectiva, la historia… y por la admiración hacia
la cultura griega clásica y la literatura. De hecho, Foucault será el más fascinante
escritor entre los filósofos de su generación y uno de los esenciales del siglo
XX, y con su extraordinario estilo literario llegó y rindió por igual a los
lectores de pensamiento que a los de literatura.
Foucault
nadó siempre a contracorriente en política, en reivindicaciones, en actitud.
Fue comunista cuando era controvertido serlo y abandonó el comunismo cuando era
controvertido abandonarlo. Se manifestó en las calles de Francia y se
comprometió en muchas causas que lo merecían. Defendió el régimen de Irán en un
momento conflictivo, aunque después retrocediera. Se plantó en España para
intentar evitar las últimas ejecuciones de la dictadura franquista mientras
muchos peroraban sobre ello cómodamente desde el exterior. Se cuestionó a sí
mismo y a su obra sin descanso, en un inusitado ejercicio autocrítico.
Michel
Foucault era también el personaje seductor que recordamos por sus fotografías
megáfono en mano o en su inmensa biblioteca o con su gato o junto a su precioso
Jaguar blanco; era el provocador que, según sus propias palabras, conocía el
peso exacto de su deseo, que era el del maletín donde portaba sus instrumentos
de placer sexual, en sus últimos años de vida, próximos a las prácticas
sadomasoquistas. En 1984, a los 57 años, se apagó la arrolladora intensidad de
Michel Foucault. Puede decirse sin duda que murió vigilado en el panóptico: el
SIDA en sus inciertos comienzos supuso una aterradora atalaya moral desde la
que la sociedad administraba la aceptación o la exclusión, la salvación o la
condena; Foucault se rebeló con una ética profundamente humana contra la opresión
maquinal de la vigilancia y el castigo.
PARA ESPIAR
Michel Foucault: Vigilar y castigar.
Nacimiento de la prisión. Siglo XXI, Biblioteca Nueva, 2012. 384 páginas.
De
vernos obligados a escoger una sola de las obras de Foucault, tal vez sea
Vigilar y castigar una de las más representativas. En ella se desarrolla el
concepto del panóptico social encarnado en la prisión moderna, resultado de la
evolución desde la idea de castigo en los siglos precedentes, asociada al
suplicio físico e incluso al castigo público; en esta evolución se pasa de
penalizar el cuerpo a someter el alma, en un intento de reconducir al individuo
que ha roto el pacto social. Foucault traza con su estudio un demoledor retrato
de la libertad en la sociedad contemporánea, vista como una ficción sometida en
realidad a un sofisticado y perverso mecanismo de sumisión practicado por la
sociedad en su conjunto. Un auténtico clásico del humanismo contemporáneo, de
imprescindible lectura.
Philippe Calderon: Michel Foucault por sí
mismo. 2003. DVD, 1h 2’.
Interesante
documental que en apenas una hora repasa algunos de los principales temas y
conceptos tratados por Michel Foucault, valiéndose para ello de sus principales
libros —Historia de la locura en
la época clásica (1961), Las palabras y las cosas (1966), Vigilar y
castigar (1975) e Historia de la sexualidad, 1: La voluntad de saber (1976)— y de fragmentos de intervenciones, entrevistas… protagonizadas
por el propio escritor. Puede encontrarse a libre disposición en la red, subtitulado,
pero merece formar parte de la propia videoteca.