LA ÚLTIMA ESTRELLA DE ALEJANDRÍA

En marzo del año 415 de nuestra era, una turbamulta de hombres tonsurados se arremolinaba en torno a un carruaje en el que viajaba una mujer. Entre todos la derribaron al suelo, la arrastraron y golpearon, le arrancaron la ropa y finalmente le separaron en vivo la carne de los huesos con tejas de cerámica. No contentos con su brutal acción, incineraron lo poco que quedó del ultrajado cuerpo en un templo cristiano, para honra de un dios más semejante a una bestia primitiva que a la supuesta bondad del Hijo que había venido a redimir al pueblo de la barbarie pagana. El vergonzoso acto supuso probablemente el metafórico fin del esplendor de una de la más hermosas y cultas ciudades de la Antigüedad: y es que con el asesinato de Hipatia se consumó el ocaso de Alejandría, en un proceso que se había iniciado ya con la destrucción de la fastuosa y mítica Biblioteca de los Ptolomeos —que albergó un millón de volúmenes— hacia el final del siglo III, que se había prolongado con el expolio de su noble heredera —en el Serapeo— a raíz de la virulenta fiebre antipagana instigada por Teodosio en Egipto a finales del siglo IV, que se cimentó con la posterior persecución y consecuente agonía del paganismo más brillante y que se remató con el violento ocaso de la científica y filósofa Hipatia, la estrella última de la urbe alejandrina, ya en el siglo V.
Hipatia de Alejandría protagonizó uno de los fenómenos culturales y sociales más interesantes y complejos de la Antigüedad Tardía. Siendo hija de Teón, un astrónomo y matemático reputado en la ciudad, los conocimientos de la hija rebasaron ampliamente los del padre en materia de astronomía —revisó las tablas astronómicas de Ptolomeo, comentó Los elementos de Euclides, confeccionó un planisferio y perfeccionó el astrolabio—, y además tuvo la gran inteligencia de contribuir personalmente a la divulgación del conocimiento científico apelando a la tradición filosófica de Aristóteles y sobre todo de Platón, en su reelaboración a través de Plotino, valiéndose de su destreza oratoria. Todo ello la situó en la cercanía de la élite alejandrina y en una privilegiada posición de influencia, tras granjearse la admiración de los mejores por sus méritos intelectuales y por su compromiso con el legado helenístico en tiempos de abierta hostilidad hacia las bases de la cultura clásica.
Hipatia, pues, se inscribe en la estela de las no escasas mujeres que supieron no solo regir su vida con pulso firme en el difícil entorno grecolatino sino incluso hacerse notar con voz bien alta y autoridad suficiente. Pero además, Hipatia fue objeto de un interés inusitado en su tiempo y, sobre todo, depositaria de un respeto muy difícil de rastrear en la misógina literatura de la Antigüedad. En este sentido, resultan esclarecedores los múltiples testimonios que se conservan sobre la reconocida capacidad intelectual de Hipatia, asimismo sobre su prestigio social y, por añadidura, la condena generalizada que se realiza de su atroz final. Dos historiadores prácticamente coetáneos de Hipatia, Filostorgio y Sócrates el Escolástico, reprobaron con énfasis los siniestros sucesos que rodearon su muerte, y el filósofo Damascio de Damasco escribió: «Puesto que era así la naturaleza de Hipatia, es decir, tan atractiva y dialéctica en sus discursos, dispuesta y política en sus actuaciones, el resto de la ciudad con buen criterio la amaba y la obsequiaba generosamente, y los notables, cada vez que hacían frente a muchas cuestiones públicas, solían aproximarse a ella [...] Si bien el estado real de la filosofía estaba ya en una completa ruina, su nombre parecía ser magnífico y digno de admiración para aquellos que administraban los asuntos más importantes del gobierno».
Por supuesto, no todas las percepciones de la descollante personalidad de Hipatia fueron tan benevolentes. Su asesinato no fue producto de la casualidad, sino un movimiento perfectamente orquestado e incluso justificado desde determinadas atalayas. Así lo plantea el obispo copto de Nikiu, para quien los sádicos matarifes que llegaron del desierto no eran sino «una multitud de creyentes en Dios que buscaron a la mujer pagana que había entretenido a la gente de la ciudad y al prefecto con sus encantamientos». En realidad, los monjes fanáticos que despedazaron a Hipatia fueron instigados por Cirilo, obispo de Alejandría y sobrino del intrigante patriarca Teófilo que años antes había ordenado arrasar el Serapeo, bastión de la «infecta» cultura pagana. Cirilo veía con malos ojos la consideración social y hasta acomodo económico de que gozaba Hipatia —su hermosa casa, sus caballos, las visitas relevantes, paganas y cristianas, que se agolpaban en su puerta cada mañana—, pero detestaba especialmente las buenas relaciones que la filósofa mantenía con Orestes, antiguo alumno suyo y a la sazón prefecto de la ciudad, quien años antes había sido objeto de un ataque callejero por parte de las mismas hordas fanáticas, en el que resultó herido en la cabeza con una piedra. Orestes encarnaba el poder civil que no se plegaba ante las exigencias desmedidas del cada vez más afianzado poder eclesiástico, e Hipatia reunía la doble y execrable condición de mujer filopagana y próxima a Orestes, lo que sin duda debió de concitar el odio del patriarca. Cirilo realizó una jugada arriesgada de la que emergió impune e incluso fortalecido; el asesinato de Hipatia fue solo uno de los múltiples crímenes que cometió en su abominable periodo episcopal. La Iglesia Católica lo canonizó y lo contó entre sus Doctores en premio por extinguir la última luz de la ilustración alejandrina.

PARA ESPIAR

Maria Dzielska: Hipatia de Alejandría. Siruela, 2009. 160 páginas.

La profesora polaca Maria Dzielska se adentra con acierto en el proceloso entorno que rodeó la vida y la muerte de Hipatia de Alejandría, huyendo del sensacionalismo biográfico más obvio e indagando en la verdadera naturaleza histórica de los conflictos culturales, étnicos y religiosos, por supuesto también políticos, del Imperio Romano del siglo V de nuestra era, en la etapa de plena consolidación del Cristianismo. Se trata con diferencia del volumen más recomendable sobre Hipatia, que acude incluso a fuentes originales, en una afortunada conjunción de rigor y amenidad. Quizá quepa achacar a su autora el intento de soslayar la responsabilidad de la radical e intransigente facción cristiana en los hechos; un intento que se ve obviamente frustrado por el innegable curso de los acontecimientos y la naturaleza de sus protagonistas. Un libro verdaderamente interesante.


Alejandro Amenábar: Ágora. Con Rachel Weisz. 2009. DVD. 126’

Singular incursión de Alejandro Amenábar en el género del peplum; singular porque todos los elementos cinematográficos están menos al servicio de un espectáculo de tintes históricos —aunque no lo rehúye en absoluto— que de la transmisión de una idea muy concreta: el ensalzamiento del conocimiento y el diálogo en tiempos de conflicto y extremismos, y el rescate de una figura carismática que evoca un episodio poco frecuentado por el cine, precisamente por aportar una imagen poco favorable del Cristianismo primitivo. La pretensión más culta de la película se presenta entreverada con una trama amorosa que no interesa nada; preferimos quedarnos con el rodaje detallista y el contexto de una época fascinante de la Historia. Ganó 7 premios Goya, incluyendo mejor guión original y fotografía.