Hace
ya bastantes años, Hannah Arendt escribió que «la política es el lugar privilegiado de la mentira»; y aunque en
aquellos tiempos el peso descomunal de los medios de comunicación todavía no
había adquirido la dimensión actual, supo la gran ensayista alemana entrever
una paradoja terrible: que «hoy se miente
a los ciudadanos allí donde, en principio, pueden saberlo todo», que existe
una «conspiración a plena luz»
auspiciada por la sobreinformación. Desde entonces han pasado cinco décadas y
la verdad de Arendt es más verdad que nunca y nos duele a diario más que nunca.
Su concepto estrella —tan citado como malinterpretado y poco conocido—, la
«banalidad del mal», viene a complementar aquella demoledora afirmación: la
idea de que los hombres corrientes pueden ejercer el mal incluso sin pensarlo,
sin meditarlo ex profeso, llevados
por un tan errado como pervertido sentimiento de estar haciendo lo correcto.
Este concepto, piedra angular en uno de los más importantes trabajos de Arendt
(Eichmann en Jerusalén), fue —y aún
continúa siendo— envilecido por ataques teñidos de obcecación y mentira
políticas: el fanatismo ideológico exige verdades indiscutibles y compromisos
suicidas; la reflexión, la gradación, la mesura, están vetadas. Cuando eres
judía y además un icono, como Arendt, se te exigen afirmaciones ciegas y
condenas absolutas.
La
vida de Hannah Arendt, en realidad, puede resumirse en un compendio de batallas
constantes contra la mentira. Muchas de ellas se desarrollaron en territorio
público, a raíz de sus observaciones sobre el Holocausto: el desarrollo de la mencionada
teoría de la «banalidad de mal», su cuestionamiento de la legitimidad de Israel
para juzgar a Eichmann y su crítica abierta hacia los líderes de ciertas
organizaciones judías —que, por librarse de la quema, nunca mejor dicho, no
dudaron en proporcionar inventarios de sus congregaciones a los nazis y así
fomentaron la captura de muchas más víctimas—, le acarrearon un escarnio y un
aluvión de injurias del que luchó por zafarse hasta el fin de sus días, a pesar
de ser clara damnificada del régimen nacionalsocialista. La otra gran batalla
la libró Hannah Arendt en territorio privado, a partir de su relación personal
con el filósofo Martin Heidegger, personaje controvertido donde los hubiera,
demasiado cercano a la ideología nazi y adicto a la manipulación —otra
modalidad de la mentira— en el terreno sentimental.
Cuando
Hannah conoció a Martin, ella tenía 19 años y él 36. Por rendida admiración, no
tardó en convertirse no sólo en su alumna, sino también en su amante. Martin la
citaba furtiva y puerilmente: «Si no te visito entre las
dos y las cuatro, espérame por favor a las diez de la noche frente a la
biblioteca de la universidad. Tu Martin». Cuatro años más tarde, la esposa
de Heidegger ya se había percatado de las incursiones adúlteras de su esposo
filósofo, y Hannah Arendt había contraído matrimonio. La sinuosa relación acabó
por implicar a los esposos engañados en actos cotidianos; así, en un viaje que
Arendt realiza desde Friburgo, dos son los hombres que la despiden en la
estación: Heidegger y también su marido, Günter Stern. «Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha, todo ocurrió tal
como, de hecho, yo había querido.
Ustedes dos arriba y yo sola y totalmente inerme ante la situación. Como
siempre me sucede, no me quedó más remedio que consentir, esperar, esperar,
esperar». Las misivas entre Heidegger y Arendt se interrumpen en 1932, de
forma paralela al aplazamiento de sus amoríos. En 1933 Hannah Arendt parte
hacia París, empujada por la presión nazi, y después hacia Estados Unidos.
Diecisiete años más tarde,
Hannah regresa a Friburgo. Hospedada en un hotel, le envía a Heidegger una
escueta nota en el papel timbrado del establecimiento; sólo escribe: «Estoy aquí». El filósofo atiende al
llamado de la campanilla como el perro de Paulov. Es el 8 de febrero de 1950.
Como Heidegger confiesa por escrito, necesita recuperar «el cuarto de siglo perdido de nuestras vidas»; aunque sus métodos
continúan siendo bastante peregrinos: «Hannah, quédate próxima a Elfriede [la esposa de Heidegger]. Necesito su amor que ha soportado en
silencio durante los años y que ha seguido dispuesto a crecer. Necesito tu
amor, guardado en secreto en sus primeros brotes, extrae lo suyo de su
profundidad». Ahí queda eso.
Por
el contrario, la limpia pasión de Hannah la estaba colocando en una senda
desaconsejable. A su propia situación comprometida por su relación, como judía,
con un exnazi, había que añadir la insostenible cobardía moral de Martin
Heidegger y, para colmo, los celos que éste sentía por los logros intelectuales
de «su amada», que se traducían en comentarios despectivos hacia sus libros más
recientes. A pesar del incalificable comportamiento de Heidegger, Arendt se
encarga de cuidar y difundir la imagen y la obra del filósofo en Estados
Unidos, no precisamente bien visto. Mientras tanto, éste purga su mala
conciencia escribiéndole poemas que no pasarán a la Historia de la Literatura.
Poco tiempo después, le ruega a Hannah que desaparezca de su vida: «debemos soportarlo», le escribe.
En
1967 se produce un reencuentro inesperado, en una conferencia de Arendt en que
Heidegger se presenta por sorpresa. Hannah le saluda expresamente desde la
tarima. Ella tiene 61 años y él 78. Ambos reanudan una relación calmada, de
colegas recíprocamente admirados, que dura nueve años, hasta la muerte de ella.
Él muere sólo unos meses más tarde. Hannah Arendt fue un ejemplo de integridad
durante siete décadas, y aún hoy es un referente absoluto del privilegio de la
razón y la ética sobre los excesos del poder, el integrismo y la falacia.
PARA ESPIAR
Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal.
Lumen, 2012. 440 páginas.
Versión
extensa de las entregas que Hannah Arendt iba remitiendo al ‘New Yorker’ en su calidad de enviada por
el periódico al juicio, celebrado a partir de 1961, de Adolf Eichmann, uno de
los responsables de la «solución final». Los tres puntos fuertes de este
magnífico libro son la construcción de la teoría de la banalidad del mal, la
denuncia del papel harto equívoco que desempeñaron en el proceso los consejos
judíos y el cuestionamiento de la legitimidad de Israel de constituir un
tribunal internacional para juzgar crímenes contra a humanidad. El trabajo de
Arendt es ímprobo, implacable y riguroso, y aún hoy es uno de los grandes
ensayos sobre el curso del Holocausto y sus razones, también sobre los
problemas y la configuración de la escena política contemporánea. Un clásico
imprescindible.
Hannah Arendt–Martin Heidegger: Correspondencia. 1925-1975. Herder, 2009.
446 páginas.
El
volumen recoge 50 años de cartas, de las cuales una gran cantidad da evidente
testimonio de un amor arrollador sostenido de modo intermitente a través de
varias décadas, un amor interesadamente oculto por algunos de los
administradores del legado de Heidegger, y que finalmente vio la luz gracias a
la buena disposición de su descendiente Herman. A través de las cartas entre
ambos filósofos, puede apreciarse el egoísmo kilométrico de Heidegger y la
sufrida honestidad de Arendt, pero también interesantísimas cuestiones
relativas a sus respectivas obras y una presencia palpable del convulso
contexto histórico en que vivían. En suma, un epistolario exquisito y
fascinante que además recoge también otros documentos, como los poemas
intercambiados entre ellos y otros textos personales de Arendt.