EL DISCRETO ENCANTO DE LA OBSERVACIÓN

Hace exactamente dos siglos, moría en la ciudad inglesa de Winchester una mujer que apenas acababa de sobrepasar la cuarentena. La causa del fallecimiento sigue siendo incierta hoy, y pasto de numerosas conjeturas: tuberculosis, envenenamiento, una disfunción hormonal; lo cierto es que en sus últimos meses de vida sufrió una notable decoloración de la piel y una delgadez extrema.
Aquella mujer —Jane Austen— llevó en líneas generales una existencia apacible en una modesta casa en Chawton: una existencia de soltera con relaciones sociales limitadas y entregada a una actividad —la literatura— con tanta dedicación privada como prudencia pública. A diferencia de otras escritoras literalmente excepcionales, sobre todo las inmediatamente precedentes y también las inmediatamente posteriores, no realizó grandes viajes ni llevó una vida absolutamente heterodoxa como Aphra Benn, ni alumbró complejos entramados filosóficos como Mary Wollstonecraft, ni protagonizó estimulantes veladas literarias en grupo, como Mary Shelley (digna hija de la anterior), ni se dejó devorar por los tortuosos monstruos de la creación, como las hermanas Brönte.
Jane Austen escribía y leía en silencio, resguardada tras una puerta que crujía ruidosamente cada vez que alguien se le aproximaba, lo que le permitía esconder con rapidez sus manuscritos de ojos invasivos; nunca formó parte de ningún círculo literario ni mantuvo abiertamente relación o intercambio con otros autores, no logró editar más que con la intermediación de familiares masculinos —en especial, su hermano—, y ello bajo pseudónimo. Austen conocía perfectamente los libros de varias escritoras que, como ella, se lucraban parcamente con la publicación de sus obras en segundo plano, alejadas del reconocimiento general y con frecuencia relegadas al ámbito de las publicaciones periódicas y de las lectoras femeninas: sus nombres —los de Sarah Harriet Burney, Jane West, Anna Maria Porter, Anne Grant, Elisabeth Hamilton, Laetitia Matilda Hawkins o Helen Maria Williams— apenas son hoy siquiera recordados. A Jane Austen le rogaba su madre que procurara que no trascendiera su afición literaria, y mucho menos la verdadera autoría de sus obras; ella misma solía decir, aunque no era cierto en absoluto, que sus libros apenas los leían «tres o cuatro familias de una ciudad de provincias».
La recepción de las novelas de Jane Austen fue diversa ya en su día. Por una parte, gozaba de un número no desdeñable de lectores fieles, entre los que incluso se contó el príncipe regente, posterior dedicatario de ‘Emma’, uno de sus títulos más exitosos (y económicamente rentables), junto con la primera edición de ‘Mansfield Park’. En cambio, otros escritores y algunos críticos no se deshacían precisamente en elogios hacia Austen, llegando a ser responsables en gran medida del juicio poco propicio que durante décadas se dispensó hacia la autora británica, en especial en la segunda mitad del XIX e inicios del XX. Madame de Staël, Mark Twain, Ralph Waldo Emerson… nombres no precisamente baladís, fueron muy poco clementes con las novelas de Jane Austen, hasta el extremo de tildarlas de insoportables, aburridas y hasta vulgares, aquejadas de un inmovilismo «como de pájaro que apenas canta y siempre lo hace desde el mismo árbol de su jardín».
Cabe preguntarse cómo es posible que con estos antecedentes tan poco alentadores, lo mismo por la figura pública de Austen, austera y poco excitante, que por la ambientación estática de sus novelas e incluso sus rasgos literarios determinantes, lograra recomponerse y constituir hoy, todavía en 2017, una referencia apreciada de la literatura. En realidad, se comienza a detectar un remonte en la estrella de Jane Austen ya avanzado el siglo XX, gracias a los elogios entusiastas de escritores de la talla de Rudyard Kipling y Edward Morgan Forster; Kipling llegó incluso a fantasear en uno de sus relatos con un grupo de veteranos de la Primera Guerra Mundial, fanáticos de Jane Austen, llamados «los Janeitas».
Pero seguramente en el cine, demiurgo de alcance inigualable, ha encontrado la obra de Austen su más firme paladín, y en verdad ello es un hecho insólito, porque la prosa de la escritora británica no es precisamente dinámica ni cinematográfica, y su valor real reside más en lo sutil y en lo que no dice que en lo queda plasmado en el papel; sin embargo, ahí están los numerosos filmes y series que parecen acreditar todo lo contrario, desde los más ceñidos al original hasta los más innovadores: la mítica Más fuerte que el orgullo (1940), con los seductores Greer Garson y Laurence Olivier, o las más cercanas en el tiempo —y casi todas concentradas en la década de los 90, en un curioso efecto llamada— Persuasión (1995) de Roger Michell, Sentido y sensibilidad (1995) de Ang Lee, Emma (1996) de Douglas McGrath, Mansfield Park (1999) de Patricia Rozema y Orgullo y prejuicio (2005) de Joe Wright, esta última con Keira Knightley en el papel principal. Todas ellas, con éxito en taquilla, y regodeándose en una estética romántica y muy cuidada —muy british— como denominador común, que incluso ha generado la malévola etiqueta de «cine de tacitas», redundan en la sorpresa que produce el hecho de que una autora descartada por anticuada o anodina en el siglo precedente —el empalagoso XIX, nada más y nada menos— haya experimentado un revival semejante en un tiempo como el presente, muy atento a la bazofia industrial pero no demasiado adicto a la sacarina cultural.
¿Qué es lo que el cine ha rescatado de la obra literaria de Jane Austen? ¿Cuál es en realidad el supuesto legado de la autora, su calado real en el imaginario contemporáneo, y en qué se diferencia del producto original? Quizá sean estas las preguntas más relevantes que nos podemos formular, y no las más sencillas de contestar. Teniendo en cuenta que un fenómeno mediático absoluto como El diario de Bridget Jones toma su inspiración más directa de la austeniana Orgullo y prejuicio, y teniendo en cuenta igualmente la reduccionista ideología que respira en su hilo conductor, podemos empezar a cuestionarnos si la Jane Austen que leía la intransigente Madame de Staël era la misma que percibe —no me atrevo a decir lee— el indulgente público actual; pero también si la que criticaba acerbamente Mark Twain encarnaba con justicia lo que verdaderamente quiso —y logró— transmitir Austen.
Y ahí es donde puede decirse que la británica fue una auténtica heroína de las letras en un periodo uniforme, acartonado y tedioso como su propia arquitectura. Desde su posición vital de impecable proper lady, con su prosa demorada y atenta a mil detalles en apariencia insustanciales, con su afición por los diálogos afilados como auténtico corazón de sus narraciones, con la construcción de personajes que contradicen, aun de la forma más elegante y menos violenta posible, lo que están llamados a ser por convención, Jane Austen alumbró un género absolutamente revolucionario: un género «de género» —pulido, costumbrista— que, no obstante, dinamita desde dentro sus bases más sólidas. Las «tacitas» estallan en pequeñísimos pedazos en las novelas de Jane Austen, y esos fragmentos se clavan en los ojos del lector como una arenilla incómoda que da la voz de alarma: no es sosiego todo lo que reluce. Desde la atalaya de la implacable discreción, Austen constata y disecciona la restrictiva sociedad en que vive, de corte materialista, hipócrita, misógino y gregario. La palabra aguda y la suave ironía son sus armas arrojadizas, su gentil insurrección contra un entorno que la privó —a ella y a otras muchas— de nombre propio, de independencia económica, de autoridad intelectual, de libertad moral.
En el epitafio original de Jane Austen no figura mención alguna a su tarea literaria. Tal vez a su sutil y exquisita condición de observadora y encajera de la realidad no molestara la omisión. El tiempo se ha encargado, a su manera, tal vez un poco espuria pero valiosa al fin y al cabo, de restaurar a sus páginas su verdadera firma y de dar audiencia al trino del pequeño pájaro que, desde su árbol impasible, se asomaba al interior mas incómodo e imprevisible de las mansiones georgianas.