Hay ocasiones en que las mejores
intenciones no caminan acompañadas de los mejores resultados, y este parece ser
el caso de El cartógrafo, el reciente montaje de Juan Mayorga que se aguardaba
con expectación en Santander y que se pudo ver este fin de semana en el Palacio
de Festivales.
Mayorga ha escrito y dirigido un texto que
cuenta con aspectos atractivos de los que podría haber extraído mucho jugo: una
trama con cierta dosis de intriga —la búsqueda del cartógrafo y la niña—, una
propuesta sugestiva —las lecturas sociopolíticas y personales del mapa como
referente espacio-temporal y psicológico de la obra—, una intención honesta
—rescatar el horror de los escombros del olvido—. Todo ello se ve lastrado por
dos problemas que no dejan de estar presentes a lo largo de la totalidad del
texto: una grandilocuencia en el tono que deviene obviedad en el contenido y una
desorientación derivada de la ausencia de una estructura sólida. El cartógrafo
se nos presenta como una sucesión de intervenciones trufadas de pensamientos
pretendidamente filosóficos y aforísticos que por sus dimensiones y reiteración
entorpecen el ritmo del discurso y su naturalidad; por otra parte, las
diferentes historias no siempre están bien hilvanadas entre ellas ni adecuadamente
resueltas, y algunas incluso son forzadas y por completo prescindibles. Otra
elección que ha parecido inapropiada es la suspensión transitoria de la obra en
su mitad para manifestar los actores al público que se sienten incapaces de
interpretar un pasaje descriptivo de la vida en el gueto judío de Varsovia: se
rompe con ello el supuesto «mapa imaginativo» que los espectadores venían
trazando hasta ese momento; un mapa que, por lo demás, se desdibuja bastante
tras dos horas y cuarto de bandazos argumentales.
Igual que en Reikiavik, Mayorga ha optado
por asignar múltiples papeles —en concreto, doce— a solo dos actores. Blanca
Portillo y José Luis García-Pérez son grandes intérpretes que hacen muy buen
trabajo y pueden con lo que se les eche, hasta el punto de sostener una obra
que en otras manos se hubiera resentido. Interesante, aunque en absoluto
novedoso, es el espacio escénico acotado por cinta adhesiva en el suelo;
también muy desnudo, con elementos muy funcionales —salvo el incómodo bolso de
Portillo, que solo después de dos horas encuentra una fugaz utilidad—.
Excelente iluminación, y dosificados y certeros efectos musicales.
Mayorga sostiene en su texto que es
esencial no sobrecargar el mapa si se quiere apreciar su contenido. Justamente
lo contrario de lo que ocurre en la obra, que ganaría en intensidad, coherencia
y limpieza de mensaje si se adelgazara en extensión, tramas subyacentes y
excesos discursivos. Un final más concreto y comprometido, menos especulativo,
también se nos antojaría deseable.