En
su popular ensayo Bartleby y compañía,
Enrique Vila-Matas nos habla de abandonos: esencialmente, del abandono de la
vida y también del abandono de la literatura. Bartleby son todos aquellos que se
oponen tenazmente a la acción como forma obstinada de protesta. Apelar al
escribiente Bartleby es ceder a la fascinación ineludible de un personaje
inquietante, denostado en su momento y entendido ahora como profético, pero que
en ninguna circunstancia deja indiferente, como tampoco nos deja indiferentes
su creador.
La
historia de Bartleby es tan sencilla y tan compleja, pues, como pudo serlo la
de Herman Melville. Un amanuense silencioso pero eficiente al servicio de un
abogado eficiente pero mediocre. Una tarea impecable de copista que se
interrumpe bruscamente. Un aislamiento físico y mental progresivo, creciente.
Un «preferiría no hacerlo» —el ya mítico «I would prefer not to» con que Gilles
Deleuze ha llenado páginas y páginas— como argumento lingüístico constante
contra el pragmatismo circundante. Una muerte obstinada entre paredes, en
prisión, entre la pobreza, la inanición y la tácita rebeldía. ¿Un caso
patológico? Bartleby ha experimentado también esa lectura en manos de los
psiquiatras. Depresión, trastornos bipolares... dolencias para una personalidad
anormal, inexplicable y fastidiosamente irracional.
¿Y Melville? Un
escritor exitoso en sus primeros pasos, discrepante tal vez pero al tiempo
complaciente, con las demandas demasiado populares de un público imbuido de
romanticismo facilón. Un giro intelectual que le obliga a replantear su postura
literaria. Un distanciamiento del entorno editorial predominante. Una situación
económica consecuentemente degradada. Un recurso a la palabra poética como
grito incomprendido de protesta. Un abandono de la literatura como forma sutil
de permanencia en un credo estético concreto. Una muerte alejada de toda
esperanza de reconocimiento. Y la locura, siempre al acecho. También el neoyorkino
ha sido pasto de la ciencia de la psique. El escribiente Herman rodeado de
demencia y de suicidios. Loco y arruinado murió su padre por suicidio. Por
suicidio murió su propio hijo en su cama tras un duro castigo. Loco acabó
prácticamente él mismo por las dificultades, la miseria y el fracaso, y quizá
hasta por genética. Un cuadro maniaco-depresivo que configuró un universo
literario no tanto atormentado como escéptico.
La edad más
joven de Herman Melville ya estuvo presidida por vivencias decisivas. El fin
trágico del padre se produjo en 1832, cuando Herman contaba trece años. A
partir de ahí se sucedieron una serie de trabajos mal remunerados, hasta que en
1838 se embarcó hacia Liverpool en un ballenero capitaneado por un personaje violento
y trastornado. Tras recorrer gran parte del Pacífico en semejantes condiciones
(de esa oscura pesadilla biográfica surgirá tiempo después, en 1851, la blanca
pesadilla literaria que es Moby Dick),
Melville opta por abandonar el barco y quedarse en una de las Islas Marquesas,
habitada por caníbales. Allí logra sobrevivir por espacio de tres meses, hasta
que lo rescata una nave australiana peor aún que la anterior, en la que acaba
protagonizando un motín. En 1845 vuelve por fin a Nueva York. De esta novelesca
experiencia isleña surgirán exitosos relatos, románticamente amenos, con los
que Melville, con apenas veintiséis años, entra a formar parte del listado
oficioso de promesas literarias de su tiempo. El joven y aventurero escritor
había sabido dar respuesta exacta a la demanda cultural mayoritaria requerida
por el lector americano de mediados del siglo XIX.
Así que Herman
Melville se encontró en un pestañeo convertido en escritor sin pensar realmente
que lo fuera. Tanto era así, que se propuso acto seguido y por su cuenta cubrir
las lagunas que su cultura literaria, a su juicio, padecía. Poco sospechaba
Melville que Shakespeare, Dante, Coleridge o Montaigne iban a labrarle la
ruina. Cuando trabó conocimiento con estos y aún otros autores, Melville llegó
a la conclusión de que en los libros de aventuras no se refugiaba la auténtica
literatura. Con estas influencias, y también a causa de algunas de sus
amistades (su relación con Nathaniel Hawthorne resultó fundamental), Melville
comienza a fraguar hacia 1850 un nuevo estilo literario, más denso, más
indagador, más complejo. Más hermético, también, a los ojos de los lectores. ‘Moby Dick’ fue pésimamente recibida por
la crítica, e idéntica suerte corrieron sus publicaciones posteriores. En
cuestión de cinco años, la rutilante estrella de Herman Melville se vio apagada
con la misma celeridad con que se había catapultado su brillo al firmamento. El
escritor se quejará amargamente de su suerte en carta privada a Hawthorne: «Un presentimiento me ronda: al final me iré
degradando y pereceré… Lo que más me motiva a escribir, eso está prohibido, no
da dinero. Pero al mismo tiempo, escribir del otro modo no puedo».
Con los rigores
llegaron también las soledades. La ya delicada situación conyugal del escritor,
fomentada por su peculiar sexualidad, se resintió aún más con las penurias
económicas y, sobremanera, con el suicidio de su hijo. En torno a este periodo
realiza algunas incursiones —no muy bien acogidas, por su descarnada crudeza—
en el género de la poesía. Es en este tiempo cuando Melville, en seria crisis
su equilibrio mental y emocional, empieza
a alumbrar Bartleby, el
escribiente. El infeliz personaje de principios y terquedad inapelables,
ese Melville camuflado entre las líneas de una historia de absurdo existencial,
fue de nuevo invalidado por la crítica. La actitud kafkiana del copista
Bartleby, inscrita en un relato que, además, transpiraba una subrepticia
invitación a rebelarse contra el medio, logró irritar a sus coetáneos, que no
dudaron en suscribir con pulso firme su condena. El escritor neoyorkino se
encamina hacia una deserción de la literatura pública y acaba por ejercer las
prosaicas funciones de inspector de aduanas para poder vivir. Melville continuó
escribiendo, pero calladamente, entre las paredes de su casa. Solo él podía ser
capaz de elegir terminar sus días como Bartleby: feroz y rebelde escribiente, fiel
a sí mismo hasta la muerte.
PARA ESPIAR
Melville / Deleuze / Agamben / Pardo: Preferiría no hacerlo. Bartleby, el
escribiente. Pre-Textos, 2000. 196 páginas.
Excelente
volumen que además de recoger el célebre cuento de Melville, se completa con
tres ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, quienes
reflexionan sobre elementos muy presentes en el relato melvilliano: por
supuesto, la figura extrema que encarna su protagonista, pero también la
voluntad, la necesidad, la ética, la creación, la universalidad… Desde su
despacho invadido por una miserable cotidianidad, Bartleby se convierte en un
épico amotinado contra todas las convenciones posibles… y en uno de los mejores
y más admirables personajes de la literatura de todos los tiempos.
Benjamin Britten: Billy Budd. London
Philarmonic Orchestra. Dir: Mark Elder. Opus Arte, 2011. 175’
Ópera escrita a
partir de la novela del mismo nombre de Herman Melville, que el neoyorkino
escribió casi clandestinamente y que se publicó veinte años después de su
muerte. Se trata de una obra espléndida y poderosa, en dos actos, de ambiente
marino, en la que Britten recoge a la perfección los dilemas morales —el bien y
el mal, la inocencia y la corrupción— de su referente original. Esta versión,
representada en Glyndeburne, es sencillamente excepcional, tanto escenográfica
como musicalmente.