Alfonso Sastre, dramaturgo sobradamente conocido por su
compromiso político en diversos frentes, escribió Escuadra hacia la muerte en
1953. A pesar de tratarse de una obra ambientada en una hipotética Tercera
Guerra Mundial, y por tanto de un alegato antibelicista bastante explícito, sin
excluir bastantes consideraciones sobre la libertad individual, fue bien
recibida en su momento, aun en un difícil contexto, dentro del régimen
franquista.
A día de hoy, el planteamiento de la obra resulta un tanto
caduco. Y no precisamente porque no se necesite argumentar en contra de los
diversos conflictos abiertos en numerosos lugares del planeta, ni porque no se
estén avasallando las libertades individuales, sino por el tono del discurso
dramático de Sastre. Paco Azorín, intuimos que consciente de esta
circunstancia, se ha esforzado por presentar una adaptación cercana a nosotros,
con tintes futuristas y una cierta ambigüedad temporal, pero el peso de la obra
de Sastre —en lo bueno y en lo menos bueno— ha prevalecido por encima de este
esfuerzo, por otra parte mal gestionado, como se ha podido ver este fin de
semana en el Palacio de Festivales de
Santander.
El concepto escenográfico, aun ignorando la cabaña del original,
no carece de interés: un búnquer en dos pisos, con una cámara cerrada en la
parte inferior y un espacio exterior indeterminado en la superior, con ecos de
la caverna platónica y una iluminación extrema. Es una lástima que esta idea se
vea interferida por una pantalla en la que se proyectan palabras genéricas sin
interés (esperanza, consuelo…) y citas que anulan la pretendida inconcreción
cronológica (Brecht). También distraen los continuos cierres a negro entre
escenas, el omnipresente contador gigante y los decibelios de las ásperas
intervenciones musicales, totalmente prescindibles.
Podemos entender que manejar a seis personajes en un espacio
muy pequeño no es fácil, pero esa es la tarea del director, y aquí no se
resuelve con éxito. Tampoco los actores han salido airosos de la prueba: se
muestran inverosímiles, con numerosos olvidos y tropiezos en la dicción del
texto, hiperactuados; el supuesto intimismo que debería desprender la obra se
anula con la innecesaria amplificación de sonido. No sentimos el meollo ni la
catarsis final, por mucho que Jan Cornet se ponga en pelota en escena, a la
carrera y sin venir a cuento. En suma, una noche frustrada para cerrar la
programación de primavera del Palacio.