En 1925, Tokio se encontraba en avanzado
estado de reconstrucción física y moral tras el devastador terremoto de Kanto
que, apenas un año y medio antes, había dejado a la ciudad en ruinas y se había
saldado con un sórdido balance de 150.000 muertos y multitud de violentas
represalias desatadas contra los sectores de población de origen coreano, a la
que se imputaron sin demasiado fundamento actos de pillaje y vandalismo en
mitad de la confusión sembrada por los efectos del seísmo. Aquel horror de la
naturaleza dejó una profunda huella en la población japonesa —como un preludio
o incluso entrenamiento para el inmenso horror posterior que habría de
golpearla en 1945—, condicionando su percepción e incluso suscitando en los
intelectuales una peculiar necesidad de compromiso. De hecho, sabemos que por
aquellas calles tomadas por el espanto paseaba con tan solo 13 años Akira Kurosawa,
acompañado de su brillante hermano mayor, Heigo; ante los cadáveres de humanos
y animales amontonados por todas partes, Akira intentó apartar la vista, pero
Heigo le obligó a sostenerla, determinando con ello y para siempre la mirada forense
del futuro cineasta. Por su parte, el escritor Junichiro Tanizaki también
modificaría su propio ideario sociopolítico justo a continuación del terremoto,
abandonando sus tendencias occidentalizantes de juventud para abrazar una
postura mucho mas reaccionaria, anclada en el Japón más tradicional, como
íntima rebelión que buscaba apuntalar el valor del herido Oriente ante el Occidente
invasor. El gran Yasunari Kawabata, maestro de maestros de la literatura
japonesa, también vivió de forma significativa el seísmo desde su apartamento
en Asakusa, el barrio tokiota más aperturista, que el premio Nobel inmortalizó
en sus páginas; Kawabata se movió con detenimiento entre las ruinas, tomó
muchas notas y se grabó en él una impronta de vago sabor a derrota que le
acompañó durante el resto de su vida.
La ciudad que en aquel 1925 renacía vio a
la vez nacer con ella a Yukio Mishima, y de alguna manera lo modeló a su imagen
y semejanza, haciéndole partícipe de su proceso de levantamiento desde la destrucción
y la nada, de su arraigado sentido de la Historia, de su concepto del honor y
de su posterior caída. Mishima —que en realidad no se llamaba así, sino que
tomó su nombre de la homónima ciudad japonesa, al pie del monte Fuji— era de
débil complexión. Su padre intentaba fortalecerlo con una férrea disciplina e
incluso, siendo aún un bebé, lo llevaba hasta las vías del tren y lo levantaba
en brazos a apenas un metro del paso rugiente del expreso, si bien el niño
jamás protestó ni lloró con tales fechorías. La abuela constituyó una figura
decisiva en la configuración de la personalidad juvenil de Mishima: proveniente
de una familia de samuráis y emparentada con la rancia dinastía de los
Tokugawa, casada sin fortuna con un alto funcionario corrupto, proporcionó a
Mishima un credo fuertemente arraigado en la tradición; un credo que decoró su infancia, que quedaría relegado
en su primera juventud y que sería rescatado con fiereza en la edad adulta.
Mishima vivía en las estancias de su peculiar abuela, presenciaba su ceremonial
de aseo diario, la asistía en sus dolencias, a veces se vestía de mujer a
instancias de ella, presenciaba los complejos rituales del exquisito No y del
sangriento Kabuki. La abuela inoculó en el niño Mishima la semilla del genio a
través de un proceso inusual sazonado con la experiencia de la enfermedad y la
ancianidad, la asunción de la dignidad familiar y racial, la necesidad de una
vida regida por el protocolo y un cierto y singular amor que el propio escritor
reconocería más tarde: «A los ocho años, tenía una enamorada de sesenta».
Por respeto hacia el sentido del decoro
familiar impuesto por sus padres, Mishima terminó Derecho, se hizo funcionario
y contrajo matrimonio. Eludió el servicio militar por una supuesta —y
dudosa—tuberculosis. Escribía por las noches, robando horas al sueño, y su
quebradiza salud se resentía. Leía a los autores occidentales y absorbía sus
tópicos y estilo. Poco tiempo después, en su individual terremoto, arrasó estas
estructuras convencionales y se entregó a su personal reconstrucción. Comenzó a
trabajar su cuerpo concienzudamente desde una concepción integral, según la
cual carne y espíritu debían fortalecerse por igual. Adquirió ojos nuevos y sed
de poder, intelectual y físico. La primera piedra de toque de esta
transformación se rastrea en Confesiones de una máscara, una especie de
libro-bisagra entre su vida trazada y su vida emergente. Siguió escribiendo con
asombrosa profusión. La cuatrilogía El mar de la fertilidad es su u-turn
definitivo. Las documentos gráficos cambian: Mishima abandona el esmoquin
festivo y el traje de conferenciante y hombre de negocios por el cuerpo
musculado y la piel bronceada y turgente; se deja fotografiar al modo de San
Sebastián, atravesado por flechas, o con catanas o con rosas. Sigue escribiendo
incesantemente, al tiempo que su postura ideológica se va radicalizando cada
vez más, volviéndose hacia el Japón más recalcitrante, hacia la idolatría
absoluta del Emperador. Junto a su espectacular villa de corte occidental,
obtenida con los pingües beneficios de su prolífica actividad literaria —y
cinematográfica, pues también fue actor e incluso dirigió una película—,
levanta una pequeña casita puramente nipona. Vive como tragedia inadmisible en
carne propia las humillaciones infligidas por Occidente a su Emperador, a su
país, a sí mismo.
En sus últimos años había formado una
milicia privada de jóvenes patriotas adeptos a la tradición y a las artes
marciales. Con algunos de ellos se dirigió el 25 de noviembre de 1970 al
Cuartel General de las Jletai de Tokio; allí inmovilizaron al comandante y le
hicieron unas peticiones, orientadas a restituir al Emperador en su calidad
divina. No teniendo mucho éxito en la recepción de sus exigencias, Mishima protagonizó
allí mismo su última y cuidada escena: un seppuku con reiterados intentos de
decapitación por parte de sus seguidores; finalmente, fue su amante Hiroyashu
Koga quien consiguió separar la cabeza de su cuerpo. Mishima tenía 45 años.
Cuando su madre conoció la noticia fue escueta en su dictamen: «Estaba muy
cansado».
PARA
ESPIAR
Paul Schraeder: Mishima. Una vida en cuatro capítulos. 1985. DVD remasterizado en 2009. 120’
Producida por Coppola y con música de
Philip Glass, esta película constituye un recorrido por la corta vida y amplia
obra de Yukio Mishima, que se sustenta en gran parte en la novela El pabellón
de oro del escritor japonés, de tintes autobiográficos y declarativos.
Nominada en Cannes a la Palma de Oro, tuvo problemas de exhibición en Japón por
acercarse a una figura muy controvertida. Es una hermosa cinta, con un
subrayado carácter literario, que la aleja del biopic más convencional e
indeseable.
Yasunari
Kawabata - Yukio Mishima: Correspondencia. 1945-1970. Emecé, 2004. 261 páginas.
Epistolario entre Yukio Mishima y su mentor
literario Yasunari Kawabata, durante el periodo comprendido entre 1945 y 1970.
A través de las cartas pausadas del maestro y las incendiadas del discípulo se
va perfilando una relación literaria deliciosa y fascinante y un fresco de la
percepción —ida y vuelta— entre las culturas de Oriente y Occidente, sin pasar
por alto las profundas heridas morales de Hiroshima y Nagasaki. Latigazos de
refinada inteligencia recorren estas páginas, imprescindibles para cualquier
interesado en la mejor literatura oriental.