En ese precioso libro
que es El nacimiento de la filosofía, Giorgio Colli recoge y destripa
con su maestría habitual unas palabras de Heráclito, según las cuales lo
primordial, lo esencial, gusta de esconderse, aportando así al mundo una
sensación de incorporeidad que lo transforma en mera ilusión, en enigma
inaprehensible que solo se soluciona con una fusión de
contrarios. Ese páthos de lo oculto, por esa misma razón, no encuentra fácilmente
la expresión verbal, que por fuerza entonces se aparece como entrecortada a
veces, como impetuosa otras, como gélida también, o incluso sin palabras. En
ese proceloso mar de olas enfrentadas se debate la personalidad y la escritura
de uno de los grandes de la literatura alemana del XIX, Heinrich von Kleist.
Sin embargo, sobrepasados holgadamente ya los doscientos años de su desaparición,
Von Kleist continúa siendo casi un extraño, un «tipo de paso» en la memoria
literaria de tantos lectores, a pesar de contar con la rendida admiración de
indiscutibles como Franz Kafka —a quien repetidamente se ha
proclamado su sucesor por su estilo forense y cortante que conduce sin excepción
a la catástrofe, y que vagaba de casa en casa leyendo teatralmente el Michael
Kohlhaas, declarándolo absoluta obra maestra—,
Thomas Mann —quien lo calificó como «un
narrador completamente único, fuera de toda tradición y clasificación»— o Friedrich
Nietzsche, que ya solicitó prematuramente con quince años como regalo de
Navidad sus obras completas.
De Heinrich Von
Kleist sabemos que era prácticamente tartamudo. Sus ominosos
silencios, interrumpidos por arrebatadas intervenciones que se extinguían con la misma
fiereza con que se encendían, desconcertaban e incomodaban a quienes le
rodeaban, incluidos sus propios familiares, de modo que eran pocos los que le
frecuentaban con talante amistoso. Él mismo lo admitió en una carta
privada: «No sé lo que te he de decir acerca de mí,
pues soy una persona inefable». Su enfrentamiento estilístico
con el intocable Goethe le granjeó el desprecio de los aduladores y de la crítica
literaria de su tiempo. Su propia conciencia de imperfección, de
errónea
raíz kantiana —errónea por derivar de una lectura sesgada del filósofo de
Königsberg—, una imperfección que le hizo
destruir algún que otro manuscrito en el que previamente había trabajado con
intensidad, le condujo al fin a una percepción de oscuridad del mundo —retomamos
aquí al
Heráclito que mencionamos al comienzo— que solo halló vestigios
de luminosidad en la literatura, a costa de un suicidio personal que ya se había
consumado mucho antes de pegarle un tiro en el pecho a Henriette Vogel —una perfecta
desconocida con la que pasó al azar sus últimas horas— y de pegárselo él
mismo en la boca. En la boca… quizá no por casualidad, como un
extremo Príncipe
de Homburg que, negándose a hablar para defender su realidad, extirpara
voluntariamente toda posibilidad lingüística, sellando con ello una deseada
condena.
La producción
literaria de Von Kleist, alumbrada en apenas una década, sigue hablándonos
de la íntima contradicción del ser humano, de la patraña
de la protección jurídica del individuo frente a una norma implacable, de la frágil
llama de la verdad, de la imposibilidad de llegar al centro mismo de las cosas
si no es a costa de una exaltación que se ve amenazada de continuo por la
conciencia de la pérdida. Y ese torbellino apasionado de sangre circulante se
expone desde la atalaya de la crónica, que encierra en sí el oxímoron de la
aparente frialdad en el análisis de unos hechos y actitudes radicales y
violentos.
Von
Kleist encarnó los ideales de Apolo y Dionisos en un solo hombre. La serenidad de
su prosa se ve sacudida por una extraña bacanal: la de los sentimientos que
fluyen subterráneamente bajo palabras elegidas con cuidado, densas y prietas
como el tejido de una soga en torno al cuello del lector. «Todo está revuelto en
mí, como la estopa en la rueca», escribe. Sus personajes son como
su propio creador: atormentados, delirantes, investidos de una obstinada razón
que se convierte en ariete de una realidad inexorable. Todos ellos prefieren
perder el juicio antes de ceder en su propósito, en la defensa de lo que creen
auténtico. El silencio o la rebeldía lingüística son con frecuencia las únicas
armas con que combaten estos desolados solitarios: el Príncipe de Homburg,
Kohlhaas, la Marquesa de O, Littegarde... En ocasiones, la ironía narrativa o
una socarrona apelación a lo sobrenatural, a modo de singular deus ex
machina, descargan la tensión con que el escritor nos ha estado
atenazando, en una súbita e inesperada reconciliación con el mundo:
cosas que resultan de la peculiar asimilación y mezcla de la tragedia griega y
las huellas indelebles de Shakespeare y Cervantes.
Viajero impenitente,
reaccionario insurrecto, aristócrata rebelde, pusilánime exaltado,
escritor de oficio sin beneficio, exiliado consciente, altivo constante ante el
rechazo de su entorno personal y literario. Todos estos rasgos y algunos otros
más se fundieron en un hombre que entendió la vida como un fracaso externo
necesario para atisbar el enigma, mágico y confuso, de lo real interno. «He hecho lo máximo
que permiten las fuerzas humanas: he buscado el imposible. Todo lo he apostado
en esa jugada. El dado está ya echado: ahí está... y he perdido», dice su Pentesilea.
Dos disparos suenan a la orilla del Wannsee. Dos marionetas abandonan el teatro
de los vivos para rozar un fragmento inasible de verdad.
PARA ESPIAR
Heinrich von Kleist: Michael
Kohlhaas. Nórdica Libros, 2017. 156 páginas.
La tormentosa
historia del tratante de caballos Kohlhaas, al que un señor despótico le
arrebata a sus animales por una minucia que deviene insidiosa maraña
administrativa, es una lectura indispensable para los amantes de la literatura,
pero también para los aficionados al Derecho y a la Ética. Kohlhaas es un
personaje excelso que encarna en sí la más honda sed de justicia a la vez que
la lucha atribulada contra el insensible mecanismo de un mundo que avasalla sin
razón al ser humano. Sabemos que Kohlhaas va a sucumbir en sus propósitos
porque ambos ideales están llamados al fracaso; y, sin embargo, es necesario
que Kohlhaas y su rebeldía existan, como trasunto no solo de su autor sino
también un poco de nosotros mismos. Tal vez por esto, por su vigencia
indiscutible, esta inmensa obra ha vuelto a reeditarse en este mismo año.
Éric Rohmer: La
marquesa de O. 1976. DVD. 98’
Rareza en la producción cinematográfica de Rohmer, quien sin duda se dejó fascinar por la fuerza del personaje de la marquesa —otra rebelde innata como Kohlhaas—y por el espléndido texto de Von Kleist. Aunque la cinta sorprende en su primer tramo al espectador habituado al Rohmer de los Cuentos morales, lo cierto es que progresivamente se va apoderando de la voluntad del espectador. La preciosa fotografía de Néstor Almendros convierte en una auténtica joya esta película que obtuvo el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes ex aequo con Cría cuervos, de Carlos Saura.
Rareza en la producción cinematográfica de Rohmer, quien sin duda se dejó fascinar por la fuerza del personaje de la marquesa —otra rebelde innata como Kohlhaas—y por el espléndido texto de Von Kleist. Aunque la cinta sorprende en su primer tramo al espectador habituado al Rohmer de los Cuentos morales, lo cierto es que progresivamente se va apoderando de la voluntad del espectador. La preciosa fotografía de Néstor Almendros convierte en una auténtica joya esta película que obtuvo el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes ex aequo con Cría cuervos, de Carlos Saura.