En la Edad de Heian (794-1192) reinaba entre las élites
japonesas la paz, el lujo y el ocio. Mientras la mayor parte de la sociedad se
consumía por las hambrunas, las enfermedades y las catástrofes naturales, los
nobles y los cortesanos se entregaban al ejercicio intensivo de la decadencia y
la belleza. Este particular reducto, curiosamente no exento de tintes
matriarcales, produjo una cantidad considerable de mujeres que tenían interés
en la cultura y que escribían, hasta el punto de contabilizarse más escritoras
que escritores. Es un fenómeno único, en Japón y tal vez en el mundo. En la
femenina intimidad cultivada al amparo de las puertas corredizas y los biombos,
se gestaba una fertilísima creación, en especial poética, aunque también
florecían los diarios íntimos (el género nikki, que en realidad no constituía
una mera relación de sucesos cotidianos, sino una profunda observación del
entorno inmediato y sus habitantes) y las novelas. Murasaki Shikibu, embebida
de este ambiente, alumbra una de las más delicadas y sagaces creaciones de la
literatura universal; una
peculiar novela que ha sido comparada con el
Quijote de Cervantes, por más que naciera en una civilización bien
distinta de la nuestra occidental: el Genji
Monogatari o Relato de Genji,
salido de la pluma de la escritora japonesa en torno al año 1005, que se cuenta
—a pesar de lo relativas que resultan siempre tales etiquetas— entre las
primeras novelas de autoría femenina de la Historia de la Literatura.
La conexión del Genji
Monogatari con el Quijote
cervantino le parecía a Borges de lo más clara. Salvando las distancias
evidentes del entorno en que ambas novelas nacieron, la capacidad de
penetración psicológica de ambos textos le asombraba. Ambos títulos marcan a su
modo pautas fundamentales de la novela moderna y ambos comparten una apariencia
estilística común, que es el ser una historia de historias. Pero es que, por
añadidura, ambos libros son mucho más que una mera enumeración de hechos: son
sobre todo historias con personajes que no sólo actúan, sino que además son y
sienten y piensan y se comportan conforme a su carácter, nunca descrito pero
siempre sabiamente sugerido y presente.
La conciencia del tiempo, tan importante también en Cervantes, es
esencial en el Genji Monogatari, y
quizá sea esta una de las características más atractivas para el lector occidental.
Precisamente este factor —junto a la monumentalidad de la obra de la escritora
japonesa, con cincuenta y cuatro capítulos y dos mil páginas de extensión
dedicadas al retrato de un mundo aristocrático exquisito— ha suscitado otra
comparación, realizada esta vez por Marguerite Yourcenar (quien cifraba en
Murasaki su escritora más admirada): la del Genji Monogatari con la proustiana En busca del tiempo perdido. Y es que la
conciencia del tiempo es terriblemente aguda en la escritora japonesa: si para
Proust el tiempo era la conciencia de la duración, para Murasaki, como para
todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo es la conciencia
de lo efímero.
A pesar de que ya en su época fue reconocido su talento, muy escasos son los
datos que perduran acerca de la vida de Murasaki Shikibu. Tal vez nació en el
975, tal vez murió en el 1014. Ni siquiera conocemos su auténtico nombre. «Murasaki»
designa la tinta de una planta, la púrpura imperial, y el término «shikibu» no
es un nombre ni un apellido, sino que indica las funciones ejercidas por el
padre de la dama al cuidado del departamento de ritos en la corte. En
consecuencia, se ha traducido el apodo Murasaki Shikibu al español como
«Violeta de Protocolo». Dicen que su padre lamentaba que aquella niña tan
inteligente no hubiese nacido varón: la eterna historia repetida. No obstante
lo cual, el padre no impidió a la joven los viajes ni el estudio. Ya en Kyoto,
la vieja capital imperial, Murasaki contrajo matrimonio hacia el 998 con un
descendiente de la poderosa familia de los Fujiwara, pero bien pronto una
epidemia termina con la vida del esposo. La joven viuda se retira a vivir en
soledad, durante cuatro años, mientras escucha las plegarias de los bonzos, quedando
en ella la huella budista que se reflejará más tarde en su literatura. A los
veintinueve años Murasaki pasará a vivir en la corte como dama de compañía de
la
refinada emperatriz segunda Akiko, a la que
en secreto mostraba textos en lengua china, de uso reservado a los varones.
Murasaki convivirá con la que quizá puede considerarse su gran rival literaria,
la aventurera Sei Shonagon, autora del Libro
de la almohada, que era dama a su vez de la emperatriz primera, Sadako.
«Hermosa pero tímida, poco amiga de
miradas ajenas, retraída, amante de las viejas historias, tan aficionada a la
poesía que casi todo lo demás no cuenta para ella, y desdeñosa del mundo
entero: he aquí la opinión desagradable que la gente tiene de mí. Y, sin
embargo, cuando me conocen me consideran dulce y muy distinta de lo que les han
hecho creer. Sé que la gente me tiene por una especie de proscrita, pero me he
acostumbrado a ello y me repito para mis adentros: soy como soy». Así se
describió a sí misma Murasaki en un pasaje de sus nikki o diarios. No es
difícil entender entonces el valor sobrenatural que otorgaba a la palabra:
«el arte es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la
muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir».
LIBROS PARA ESPIAR
Murasaki Shikibu: El relato de Genji. Asociación Peruano Japonesa, 2013. 740
páginas.
Versión
directa del japonés de la gran obra de Murasaki Shikibu. Es sin duda la más
recomendable por la solvencia de sus traductores, que han trabajado con el
texto japonés original; cuenta también con hermosas ilustraciones.
Desgraciadamente, no se ha publicado aún el segundo tomo. La obra puede leerse
completa en la versión de editorial Atalanta, aunque teniendo en cuenta que
está traducida a partir de una versión inglesa. El argumento aparente lo
constituyen las aventuras y desventuras de Genji, un caballero nacido de la
pasión del emperador por una de sus concubinas, sin esperanzas de acceder al
trono. Sin embargo, las vicisitudes de Genji son una excusa para Murasaki, que
en realidad se detiene a desgranar con elegancia suma la engañosa trastienda de
la vida cortesana, reparando en detalles significativos y en el análisis de la
sentimentalidad de sus maltratados personajes, sometidos al vaivén emocional
del amor y sus decepciones. Exquisita e imprescindible.
Sei Shonagon: El libro de la almohada. Adriana
Hidalgo Editora, 2009. 319 páginas.
La gran
autora coetánea de Murasaki Shikibu es sin duda Sei Shonagon, que nos ha dejado
un texto sorprendente e inclasificable, de belleza turbadora y de gran
inteligencia impresionista. En breves anotaciones cotidianas; en el relato de
anécdotas más o menos penosas; en la transcripción de escuetas pero enjundiosas
reflexiones; en sus listados de plantas, de cosas que le agradan y que no; todo
ello salpicado con percepciones de la vida a veces cruel en la corte: lo que
habla y lo que calla hace de este peculiar diario de Sei Shonagon un ejercicio
maestro de literatura. La alusión a la almohada se refiere al lugar donde este
libro y otros similares se guardaban: precisamente en la intimidad del
dormitorio, bajo la cuna del sueño. Este hermoso diario inspiró a su vez la
película homónima de Peter Greenaway.
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