«Cuando
el destino nos perseguía / como un loco con una navaja en la mano». Es difícil
olvidar el inicio de El espejo de Andréi Tarkovski, en que el cineasta ruso
evoca a su padre, Arseni, con el recitado en off de uno de sus poemas, largo y
emocionante, mientras en pantalla el viento zarandea los campos de la infancia
y una humilde cabaña cobija el crepitar de la memoria: esa forma del destino
que hiere como solo un loco armado puede hacerlo. El destino persiguió también con
su navaja a Arseni Tarkovski hasta amputarle una pierna: el niño Andréi, con
apenas siete años, vio a su padre marchar a la Segunda Guerra Mundial, y tras
una prolongada ausencia lo vio regresar devastado por la gangrena y las
trincheras. No todo había sido siempre así, no obstante: Andréi recordaba la borrosa
imagen de su padre poeta en tiempos de paz, el amor extremo de su joven madre
por la literatura y la música. El mundo está mal hecho, pero el perenne equipaje
de la palabra y el sonido devuelve al hombre la posibilidad de la armonía; el
mundo está mal hecho, pero su imperfección precisamente hace posible el sentido
útil —redentor— del arte.
Por
su esmerada educación, Andréi tenía muchas opciones estéticas para buscar la
armonía entre hombre y vida, pero pronto se decantó por el cine como lenguaje,
aunque desde una perspectiva muy emparentada con la poesía en cuanto concepto:
el cine de Tarkovski será una búsqueda constante de pureza expresiva, de
esencialidad, alejada de la contaminación de otras manifestaciones artísticas
como el teatro —por su distancia con los recursos del celuloide— o la
literatura —en su presentación más narrativa—. Como buen poeta de la imagen, Tarkovski
desecha los intermediarios intelectuales: la obra cinematográfica debe ser
total en sí misma y alumbrada en exclusiva por su creador, sin referentes ni
interferencias externas. El director traslada su reconocida devoción por el
haiku, paradigma de suprema síntesis poética, a la creación de sublimes
fotogramas que conducen en cada película sin excepción a una fascinante
epifanía.
En
sus diarios, Tarkovski narra una anécdota curiosa, según la cual, en una sesión
espiritista mantenida con amigos en una dacha familiar en los inicios mismos de
su carrera cinematográfica, se le apareció su admirado poeta Boris Pasternak,
quien le anunció que solo rodaría siete películas en su vida, al tiempo que le
garantizó que ninguna de ellas sería mala. Pasternak dio en el clavo con la
seguridad de quien habla desde el otro mundo. Tarkovski hubo de encomendarse al
vaticinio dejándose la propia biografía en el intento. Y es que en todas y cada
una de las magnéticas películas del cineasta ruso hay jirones de recuerdos (La
infancia de Iván, El espejo, Nostalgia), devoción sentimental (Andréi Rublev,
Stalker) y apocalipsis interior (Solaris, Sacrificio). Además, en todas y
cada una de ellas hay una ferviente declaración de amor a sus raíces culturales
rusas, a la tierra que le dio el ser y al tiempo le dificultó
extraordinariamente la existencia. La vida de Andréi Tarkovski en la Unión
Soviética no fue fácil, a pesar de sus éxitos y reconocimientos en los grandes
festivales extranjeros —Cannes, Venecia, FIPRESCI, BAFTA—. La infancia de
Iván le catapultó a la fama a su pesar —no fue una cinta con la que Tarkovski
se sintiera satisfecho, a pesar de que Bergman la calificara de maestra—, y a
continuación comenzaría su calvario, creciente de filme en filme para un
cineasta que no se plegaba a narrar lo que el régimen hubiera deseado que
narrara. Tarkovski navegaba entre su inquebrantable ideario artístico y las injerencias
políticas de su país, entre la sublevación creativa de su cine y el miedo a las
represiones directas sobre su familia. El realizador ruso, sin embargo, no se
prestó nunca a rentabilizar su situación; de hecho, cuando por fin decidió
abandonar la Unión Soviética —una decisión pospuesta mucho tiempo por temor a
que no le dejaran reunirse con su esposa e hijo—, recriminó con dureza a un
periodista que le preguntó tendenciosamente por su situación de asilo.
Tarkovski
rodó su gran y última película ya fuera de la Unión Soviética, en Suecia, al
amparo de Ingmar Bergman: Sacrificio es un asombroso testamento vital y cinematográfico
que tiene mucho de catarsis emocional, y que obtuvo cuatro premios en Cannes. A
pesar de hallarse ya muy devorado por el cáncer durante el rodaje de la cinta,
el realizador, con 54 años entonces, no renunció a supervisar el montaje desde
su cama en el hospital. También en sus últimas horas se logró, mediante
delicados contactos diplomáticos, que las autoridades soviéticas permitieran finalmente
a su hijo Andriushka salir del país para poder despedirse de su padre enfermo.
En
su precioso e indispensable documental Un día en la vida de Andréi
Arsenevich, disponible en internet en francés con subtítulos en castellano, Chris
Maker nos conmueve al recoger las precisas indicaciones de Tarkovski sobre la
culminación de Sacrificio, además de realizar valiosas y atinadas observaciones
sobre toda su cinematografía. Por la iluminada voluntad de su director,
Sacrificio se cierra con la misma imagen con que se inició La infancia de
Iván: la de un niño junto a un árbol, exuberante el primero y seco el último; extrañamente,
cuando Tarkovski rodó esa toma final de Sacrificio no sabía aún que iba a morir…
El niño Andréi estaba llamado a cerrar su inacabado y más perfecto haiku.
PARA ESPIAR
Andréi Tarkovski: Atrapad la vida.
Lecciones de cine para escultores del tiempo. Errata Naturae, 2017. 192
páginas.
Esculpir en el tiempo, del propio
Tarkovski, se convirtió en su día en un libro fundamental para la reflexión
fílmica, que ha sido reeditado desde hace décadas de forma ininterrumpida. Sin
embargo, Tarkovski dejó escrito a su muerte otro libro de gran importancia, no
publicado hasta ahora en castellano, y que constituye el complemento
imprescindible de aquél: ‘Atrapad la vida’ es un volumen con un enfoque
directo, personal y apasionado, en el que el cineasta rememora sus rodajes,
recuerda éxitos y fracasos, desvela secretos y obsesiones, defiende con ahínco
la visión del cine que construyó a lo largo de toda una vida y critica con
fiereza tanto la censura del estado soviético como aquella otra, más sutil, de
la sociedad de consumo. En este libro Tarkovski habla con rabia, pero también
con esperanza, y se dirige tanto a los amantes del cine en general como a
aquellos que quieren saber cómo se hace, desde dentro y sobre el terreno, una
película entendida como una obra de arte. Y todo ello desde una doble premisa:
al hacer una película no hay que tener miedo de pisotear ningún esquema,
ninguna norma, pero tampoco se puede olvidar que una película es un acto
creativo y espiritual de primera magnitud, cuyo objeto no es otro que atrapar
la vida.