Un ejercicio egocéntrico. Una
exhibición homosexual. Una protesta política. Una tomadura de pelo. Una
provocación. Una simple broma. Todas estas interpretaciones y alguna que otra
más ha merecido una de las piezas más controvertidas de la historia de la
¿música?: la conocida 4’33’’, consistente, como es sabido, en un
silencio que se prolonga aproximadamente —tan sólo es una acotación orientativa,
si hemos de seguir los dictados del compositor— durante cuatro minutos y
treinta y tres segundos.
Cierto es que para tratarse de una
mera broma —Boulez, tras una etapa previa de amistad y admiración, llegó a
decir del músico literalmente que era un «memo»—, Cage se tomó el asunto con
gran dedicación, invirtiendo en ello varios años y bastante literatura. La
pieza ha conocido cuatro partituras sucesivas —unas pautadas, aunque obviamente
sin notación; otras sin pautar— con precisiones distintas en relación con los
tiempos y diferente paginación. De la primera de las partituras, que no se
conserva, tenemos referencia por su primer intérprete, el pianista David Tudor,
que se limitó a sentarse ante el instrumento y subir y bajar la tapa para
subrayar los tres movimientos de la obra. El número de páginas que deben
pasarse en la interpretación y la propia «escenificación» de la pieza pueden
alterar la duración propuesta por Cage, en licencia aceptada por el propio
compositor, si bien lo habitual suele ser la ejecución con presencia de
cronómetro. La obra cabe ser interpretada por un solo instrumento o por un ensemble.
De este modo, se han realizado interpretaciones al piano —como la original de
Tudor—, pero también al piano con acompañamiento de «voz», e incluso por
orquesta.
Probablemente el silencio como
ausencia de sonido y la oscuridad como ausencia de luz encarnan dos de los
conceptos más inquietantes en la historia de las ideas y del arte. A ellos hay
que añadir la confrontación negro-blanco en tanto no-color frente a suma
abstracta de colores. Estos elementos no son ajenos entre sí, y en particular
en el ámbito sonoro ya los griegos entendían el término ‘croma’ (color) como
sinónimo de ‘timbre’. Aunque en textos diversos y en conferencias que impartió
en años y foros previos —en particular desde 1948— ya Cage había mostrado su
preocupación por el «problema» del silencio, parece que le propinó un
aldabonazo en plena frente la serie White paintings que Robert
Rauschenberg expuso en 1951 en el extraño y enloquecido reducto de genios y
dementes que era el Black Mountain College, serie que Cage ya había tenido
oportunidad de contemplar parcialmente meses antes en el propio estudio del
artista. Las pinturas blancas de Rauschenberg no constituían ninguna novedad en
lo formal —imposible eludir los trabajos fundamentales de Malevich realizados
un cuarto de siglo antes— pero sí en lo conceptual: la pureza perseguida por el
ruso se veía sustituida por la saturación que pretendía el tejano, al
incorporar a la brillantez del blanco la acción del polvo depositado o de las
sombras involuntarias de los espectadores. Precisamente estos elementos ajenos
a la obra que, no obstante, pasan a integrarla de modo inmediato, provocaron la
fascinación de Cage, quien llegó a decir, reconociendo la extraña maestría de
Rauschenberg: «La música se está quedando atrás». Posteriormente, Cage seguiría
a Rauschenberg en el empleo de todo tipo de elementos de desecho para fabricar
sus músicas: tambores de freno, tapacubos, muelles helicoidales… Estaba tan
hipnotizado por el silencio y el susurro como por la violencia del ruido: «Me
encamino hacia la violencia más que hacia la delicadeza, hacia el infierno más
que el cielo, hacia lo feo más que hacia lo bello, hacia lo impuro más que
hacia lo puro, porque al hacer estas cosas resultan transformadas y nosotros
resultamos igualmente transformados».
El caso es que fue así como 4’33’’
acabó de perfilarse. Era el verano de 1952. Como el silencio per se no
existe más que en tanto concepto, 4’33’’ es una pieza que por fuerza se
imbuye del entorno en que tiene lugar. Así pues, cada interpretación de la
pieza supone un hito único, dado que nunca es idéntica la interpretación, pero
tampoco el ruido ambiental: una sala de conciertos implica intervenciones
distintas a las generadas por una ejecución en plena naturaleza o bien a la
intemperie en un espacio urbano. El público también actúa como factor
distintivo: en unos casos comenta, en otros se ríe… El silencio es inasible, irrepetible.
No
pensaban lo mismo los herederos de John Cage, que en 2002 demandaron al grupo
musical The Planets a causa del corte «A
one minute silence» incluido en su disco Classical Grafitti,
aduciendo que suponía un plagio inadmisible de la ya clásica obra del
compositor, a pesar de su menor duración (un minuto frente a los cuatro con
treinta y tres segundos de Cage). El conflicto terminó por arreglarse a golpe
de talonario fuera de los tribunales. Desde entonces el silencio, último bastión
de la utopía, pasó a tener precio y convertirse en propiedad privada.
PARA ESPIAR
John Cage: Integral de obras para piano preparado (caja con 3 cd). Giancarlo Simonacci. Brilliant Classics. 2006.
Baratísima
y brillantísima versión de estas obras sorprendentes de John Cage. Para quien
no esté familiarizado con el concepto, las piezas para piano preparado surgen
de la inserción de tornillos, pernos, monedas, trozos de madera y fieltro…
entre las cuerdas. Podría pensarse que a partir de ahí se generará un ruido
insufrible y sin valor y, en cambio, lo que emerge es un paseo por el lado
diáfano del silencio, un muestrario de inusitada dulzura que se escucha con
fascinación. Se ha dicho que en estas composiciones late de forma incisiva la
admiración que Cage tuvo siempre por Erik Satie, y es posible que haya mucho de
verdad en el apunte. En esta cajita, además, hay atisbos de la mejor y más
profunda música rock contemporánea y conexiones con la obra plástica de
artistas como Calder, Reich...
John Cage: Silencio. Editorial Árdora, 2002. 304
páginas.
Escritos
esenciales del primer Cage, en los que el compositor americano aborda
cuestiones como el silencio propiamente dicho, la influencia del azar en la
composición musical, la revalorización del ruido, el interesante aporte de los
instrumentos electrónicos, la necesidad de la presencia del arte en la vida y
no en los museos… Las ideas de Cage no tienen un contenido estrictamente
musical, sino que lo trascienden y se convierten en ideal de arte total y sin
las fronteras que designan las etiquetas o clasificaciones convencionales.
Aflora en este Cage una interesante vena literaria —no en vano escribió también
poesía— dominada por el humor y la heterodoxia, y es así como este libro se
aleja de un aburrido concepto teórico para acercarse a una serie de
confidencias espontáneas sobre las múltiples manifestaciones del arte y la
cultura.