Su
aspecto era enjuto e insano. Lo fue desde la más tierna juventud y así
persistió hasta su último suspiro, lo que toda su vida le granjeó
inmisericordes y despectivos comentarios. Pero lo cierto es que su pluma fue
una de las más saludables, activas y brillantes del XIX inglés, lo que no es
poco decir teniendo en cuenta que tal siglo constituyó una de las épocas
doradas de la literatura escrita en la lengua del Imperio.
Cuando
el huérfano Thomas de Quincey se escapó de su acomodado hogar familiar con
apenas diecisiete años, sólo llevaba consigo una inteligencia privilegiada, un
dominio total del latín y el griego, además de un hondo conocimiento de los
clásicos, y una pasión irrefrenable por la lectura y la escritura; con el
tiempo, formarían también parte de su exiguo equipaje persistentes dolores de
estómago y de muelas que acabarían conduciéndole por la senda del opio. La vida
errante y sin hogar no es sencilla, y menos aún debía de serlo en el Londres de
1802: el hambre, el frío y la penuria en los soportales de las iglesias o bajo la
débil luz de las farolas de aceite hicieron mella indeleble en el cuerpo del adolescente
Thomas, y únicamente la piedad de una joven prostituta le procuró techo y algo parecido
al amor y al calor humano.
Después
de dos años de vagabundeo, Quincey regresó al redil familiar con las orejas
gachas, y sus pasos se encaminaron de forma natural a Oxford, donde tuvo
oportunidad de leer a los poetas y filósofos germánicos y profundizar en los
textos de algunas de las figuras que habrían de servirle de inspiración para
algunos de sus mejores escritos posteriores: Schiller, Herder, Richter y, sobre
todo, Kant, un referente constante en toda su vida de hombre de letras; sobre
él publicaría dos décadas después, en 1827, Los últimos días de Inmanuel
Kant, un breve pero
intenso ensayo que relata los momentos finales y la decadencia física e
intelectual de uno de los mayores filósofos alemanes. La formalidad
oxoniense no había de durar mucho en un espíritu rebelde y errático como el de
Quincey: pronto entraría en contacto con la magnética personalidad de William
Wordsworth, conversador extraordinario, que le arrastró fuera del ámbito
académico y lo instaló con él en Dove Cottage, su propia casa —hoy en magnífico
estado de mantenimiento y visitable, por cierto—, por donde también merodeaban
otros grandes como Samuel Taylor Coleridge, poeta grandioso y contumaz paseante.
Perdido
definitivamente para la causa académica, y entregado ya en modo total al
consumo de opio, Thomas de Quincey intentó fundar una familia estable, tal vez
en un atávico recuerdo de su lejana y ordenada infancia. Con Margaret Simpson
tuvo siete hijos —el primero de ellos en realidad fue el causante directo del
matrimonio entre Quincey y Simpson—, cuyas inevitables exigencias materiales
llevaron al disperso Thomas a tomarse en serio no solo su don para la escritura
sino también su necesidad de rentabilizarlo. Así comenzaron sus periódicas y
frecuentes colaboraciones en prensa, hasta el punto de que la mayor parte de
los escritos del autor inglés vieron la luz en ese formato. Convertido en un
columnista de opinión inteligente, heterodoxo y ácido, su fama fue creciendo
sin desmayo y se consolidó con la publicación de Confesiones de un inglés comedor de opio, obrita audaz que por su
carácter morboso encendió el interés de los lectores, y que mereció la
específica atención, e incluso dedicatoria dentro de sus Paraísos artificiales, del poeta francés Baudelaire —otro miembro aventajado
del club de los malditos—.
Tal
celebridad, sin embargo, no llegó a servir al escritor de Manchester para
evitar su muerte sumido en la más absoluta pobreza. No hay que perder de vista
los motivos por los que Quincey adquirió notoriedad: una notoriedad sustentada
en el escándalo. El siglo que Thomas de Quincey vivió fue el siglo de la reina
Victoria. La prosperidad económica experimentada durante la época victoriana
favoreció en líneas generales el auge de un modelo social británico en el que
las clases medias fueron imponiendo conductas basadas en la sobriedad y
discreción de las costumbres. El conformismo de esta clase social hizo del
culto al dinero, de la exaltación al trabajo y del reconocimiento al esfuerzo individual
los elementos fundamentales para alcanzar la prosperidad económica. El orden y
la estabilidad se concretaron en el ideal doméstico, centro de la vida familiar
y templo de una estricta observancia religiosa favorecedora de la templanza y
contraria a las inclinaciones desordenadas. En este estricto escenario, Quincey
cultivaba la exquisitez de un observador distante en sus escritos, imbuidos de
una concepción irónica y estética del horror cotidiano que blandía como letal
estilete de crítica social; al mismo tiempo, andaba arrastrándose por las
cárceles a causa de las deudas y mudaba de ciudad en ciudad evitando
acreedores, y hasta tenía tiempo para echar alguna que otra cana al aire, todo para
consternación de su esposa, que intentó suicidarse y acabó muriendo
prematuramente, en 1837. Entre las alucinaciones que le producía el opio y la
más absoluta bancarrota falleció Thomas de Quincey en Edimburgo, último destino
adonde llegó en su infatigable huida.
LIBROS PARA ESPIAR
Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las
bellas artes. Espuela de plata, 2009. 184 páginas.
Una de las cimas de la sutil ironía de Quincey. Delicioso
tratado que, a pesar de su relativa brevedad, escribió a lo largo de varias
décadas (entre 1827 y 1854). El autor se recrea en la existencia inventada de
un peculiar club inglés, una sociedad secreta de amigos del asesinato, cuya
dedicación principal es evaluar crímenes cometidos y criticarlos «como si de un cuadro, de una escultura o de
otra obra de arte se tratara»; es decir, Quincey realiza una reivindicación
estética del asesinato, fuera de consideraciones morales, mientras torpedea sin
piedad los más sólidos y cínicos presupuestos burgueses de su entorno. Un
librito de prosa magnífica cuyos postulados nos invitan a reflexionar sobre el
verdadero alcance de los más ¿inocentes? constructos sociales.
Thomas de Quincey: ‘Los oráculos paganos y otras obras selectas’. Valdemar, 2005. 409
páginas.
En Los oráculos paganos el autor muestra
su faceta más erudita, evidenciando su condición de extraordinario lector, al
tiempo que su excepcional capacidad crítica y
su patente conocimiento de las lenguas clásicas. El volumen de Valdemar
comprende no sólo el ensayo “Los oráculos paganos”, sino también otros cuatro:
“La rebelión de los tártaros”, que narra épicamente y no sin dosis de
imaginación las peregrinación de los calmucos por el desierto; “La monja
alférez” que narra con gran amenidad los avatares sufridos por la religiosa de
raíces hispanas Catalina de Erauso; las “Cartas a un joven cuya educación ha
sido descuidada”, que encierra una encendida loa a las cualidades del estudio y
el cultivo intelectual y literario (a la vez que un elogio de la literatura
española); y el muy sugestivo “Las sociedades secretas”, sobre las
posibilidades de una sociedad secreta perfecta.