Es
incuestionable la seducción que sobre el ser humano ejerce la música en sus
múltiples manifestaciones, desde la más refinada a la más básica. Incluso sus
parientes menos ortodoxos, por exceso —el ruido— y por defecto —el silencio—,
pueden adquirir un alcance no desdeñable. Esa seducción, seguramente, deriva de
su carácter inevitable: contra otras artes podemos luchar, tenemos capacidad natural
de oposición; contra la música no. Podemos negarnos a leer un libro con no
abrirlo, podemos negarnos a ver un cuadro o una película con solo cerrar los
ojos, podemos negarnos a hablar; pero no podemos negarnos a escuchar, no
podemos escapar de los sonidos, menos aún si estos tienen una apariencia
melódica, estudiada, cuidada, emotiva, hermosa, incluso astuta. Seguramente nos
viene a la memoria de forma inmediata la figura de Ulises amarrado
voluntariamente al mástil de su nave para eludir el canto letal de las Sirenas:
el héroe homérico sorteó con ligaduras la muerte segura que le aguardaba, pero
no pudo ni quiso dejar de oír las voces hechiceras, su señuelo.
Este
carácter específico suscita asociaciones no siempre nobles para la música. En
nuestra vida diaria, la música —a menudo dudamos de que se le deba dar tal
nombre— inunda todos los espacios imaginables: por supuesto, la radio y la
televisión, pero también los centros comerciales o las consultas médicas. En
extremos aterradores, sabemos que la música a volumen exorbitado se ha usado
como método de tortura, muy especialmente por parte de Estados Unidos en Irak,
Afganistán o Guantánamo. Sin embargo, estas distorsiones son eso: distorsiones
cuya anormalidad las hace aborrecibles precisamente por deformes. Distinto es
el caso de la música que compuesta, escuchada o ejecutada en un entorno de
dolor puede en ese exacto entorno conducir a la salvación personal… o, por el
contrario, a la alienación. Incluso al odio.
De
Simon Laks conocemos su vinculación estrechísima con la música desde sus años
más jóvenes. Nacido en Varsovia con el siglo XX, estudió piano, violín,
composición y dirección de orquesta en su ciudad y también en Viena. Con apenas
veinte años se procura ingresos extras acompañando al piano la proyección de
películas mudas. En 1941, con 39 años, fue detenido en París por los nazis,
dada su condición judía. Visitó los campos de Beaune, Dracy, Auschwitz,
Kaufering, Dachau. En su caso, la música le ayudó menos a resistir que a
sobrevivir; en este sentido, no fue el único, la nómina es larga y algunos de
los nombres bastante relevantes. Laks tocó el violín en cautiverio, también fue
copista de partituras, y llegó a ser el director de la orquesta que tocaba cada
día y cada noche en Birkenau: la música marcaba el comienzo de la jornada en el
campo, también la hora de la retirada… o de la muerte. Laks constató que los
prisioneros se dejaban llevar contra su voluntad por los sones de la música. El
ritmo arrastraba sus cuerpos no tanto por la emoción como por una respuesta
física instintiva. Era la exhibición del absoluto poder de sumisión que podía
insuflar la música.
Simon
Laks fue liberado en mayo de 1945. Su primer impulso fue dejar por escrito sus
contrapuestas vivencias de lo musical dentro del campo, reflexionar sobre el
papel de la música en la vida diaria y en el exterminio de los prisioneros. En
1948 terminó su libro Música de otro mundo, que publicó en la editorial
Mercure de France con un prefacio de Georges Duhamel. En su momento, el libro
tuvo una repercusión escasa; posteriormente, el interés por todo lo relacionado
con el Holocausto lo rescató del olvido con un título más explícito y
sensacionalista: Melodías de Auschwitz. En su texto, Laks rescata algunos
episodios inquietantes y demoledores. Quizá uno de los más significativos se
remonta a su memoria de la Navidad de 1943. En Auschwitz, y en un curioso
arranque de generosidad, el comandante Schwarzhuber dispuso que Laks y su
orquesta interpretaran canciones navideñas polacas y alemanas para las enfermas
del hospital de mujeres del campo de concentración. En principio, parece que
las mujeres se emocionaron hasta que, paulatinamente, empezaron a llorar y
gritar hasta asfixiar la música. Las enfermas entonces increparon a los
músicos, les pidieron que pararan de tocar, que desaparecieran, que las dejaran
morir solas y en paz. La orquesta se retiró abatida y en silencio. Laks
confiesa que nunca pensó que la música pudiera causar tanto mal: si en
ocasiones ayudaba a subsistir, en muchas otras acentuaba el sentimiento de
desgracia y precipitaba el fin.
En
uno de sus espléndidos ensayos, Pascal Quignard —él mismo extraordinario
músico— rescata las figuras de Simon Laks y Primo Levi para subrayar la
posibilidad de la existencia de ese sentimiento abominable —abominable no en
abstracto, sino para el ser humano concreto— del odio a la música. En realidad,
el primer contacto del hombre con la vida es el aullido que le conduce a la
respiración. Tal vez en ese grito atávico resuena el comienzo del odio por la
pérdida, igual que tantas veces la música nos coloca en el borde mismo del
abismo.
PARA ESPIAR
Simon Laks: Melodías de Auschwitz’ Arena
Libros, 2013. 108 páginas.
Laks
amó en su vida dos disciplinas por encima de cualesquiera otras: la lengua (sus
últimos años los pasó dedicado a la traducción) y la música. Paradójicamente,
su libro está escrito desde la parte oscura de la música: el autor no apunta
sus obvios beneficios para el espíritu o para la supervivencia en los difíciles
tiempos de los campos de exterminio nazis, sino que aborda la capacidad de la
música para causar dolor, para desmoralizar, para generar rencor y desprecio
entre semejantes. El interés del libro de Laks, por tanto, no radica en que
recopile con mayor o menor fortuna recuerdos de su paso por los campos, sino en
su reflexión sobre el día a día filtrado a través de la vivencia constante y
los efectos de la música sobre los prisioneros. Apreciable prólogo de
Vidal-Naquet.
Terezín/Theresienstadt. Anne Sofie von Otter. Obras de
Viktor Ullmann, Pavel Haas, Ilse Weber, Hans Krása, Erwin Schulhoff... Audiolibro.
Deutsche Grammophon, 2007.
Disco
que mereció un Diapason d’Or. Se trata de un trabajo que, frente al sentimiento
de odio hacia la música, intenta recrear precisamente la visión contraria: la
de la salvación en el ejercicio creativo e interpretativo del arte. Estamos
ante lieder, canciones de cabaré, sonatas… de músicos del entorno del campo
checo de Terezín, y que en muchos casos fueron ejecutados allí o que murieron
en desplazamientos posteriores a otros campos. Otter y Gerhaher cantan con
emoción, pureza y brillantez, muy bien acompañados por los pianistas Bengt
Forsberg and Gerold Huber. Existe una versión posterior de
2013 grabada en vivo, que incluye además un dvd con el reportaje Refuge in
music.