A pesar de su apellido, John Taylor era, o se declaraba,
médico oculista, lo que sin duda era mucho declararse en el siglo XVIII. Llegando
aún más lejos, Taylor no solo diagnosticaba males en el ojo humano sino que
además, a su manera, los reparaba, apelando a ese terrible ejercicio que era la
cirugía en su tiempo. Además de cirujano ocular —y no menor, aparentemente,
pues había logrado cautivar al mismo rey Jorge II de Inglaterra—, Taylor era un
buen teórico, un sagaz relaciones públicas, un hábil manipulador de gentes y
medios de propaganda y un raudo viajero; cualidades todas ellas que le
proporcionaron fama y protección en sus accidentados trayectos «profesionales»
por la Europa dieciochesca. El gran Samuel Johnson, probablemente el más agudo crítico
de todos los tiempos, conoció de primera mano a Taylor y dejó de él una percepción
muy peyorativa, calificando al célebre oftalmólogo de charlatán y señalándolo
como ejemplo de «lo lejos que puede llegar la ignorancia de la mano de la
desvergüenza». También se conservan siniestras caricaturas del supuesto
oftalmólogo y se sabe de la circulación de libros satíricos sobre su quehacer
—The English imposter detected— y hasta una ópera burlesca —The operator—.
Quiso la mala fortuna que Taylor desembarcara con su itinerante
caravana del horror en la ciudad de Leipzig, donde residía un músico llamado
Johann Sebastian Bach que convivía pacíficamente con una visión deteriorada por
las horas de composición a la tenue luz de las velas. El prestigio del oculista
acabó por imponerse a la inicial resistencia de Bach a ponerse en sus manos, de
modo que en 1750 el músico cedió a los consejos de sus próximos y se sometió a
una operación de cataratas. Desconocemos los detalles exactos de la evolución
de la intervención en los ojos de Bach; sí sabemos que esta consistió en la
introducción de un bisturí de dudosa asepsia por los lagrimales del desdichado
Cantor, y que tras una semana de vendajes, sangrías y emplastos hubo que volver
a retocar la faena en ambos ojos. Bach, por supuesto, quedó completamente
ciego, pero lo peor fue que tan solo tres meses más tarde murió, entre fuertes
dolores, a consecuencia de la funesta cirugía.
Casi simultáneamente, otro músico, esta vez en Londres, se
encontraba componiendo un oratorio entre las tinieblas de su maltrecha visión.
Este había nacido también en Alemania apenas un mes antes que Bach y,
casualmente, había concurrido en su juventud a una plaza de organista que había
dejado libre el maestro Buxtehude en la ciudad de Lübeck; plaza que asimismo
Bach había codiciado dos años antes que él, recorriendo para ello más de 300
kilómetros a pie, y que ambos músicos rechazaron por el mismo motivo: la
condición impuesta de tomar por esposa a Ana Margarita, la hija mayor del brillante
organista saliente —sería un desdeñoso Christian Schieferdecker, por
cierto, quien cumpliría el requisito impuesto por el anciano músico, si bien su
repulsivo comportamiento conyugal hacia Ana Margarita acabó determinando que
esta quemara en un arranque de ira gran parte de sus partituras—.
El compositor que tan cerca de Bach se movía, biográfica e
intelectualmente, no era otro que Georg Friedrich Handel. La admiración entre
ellos fue notable y confesa, aunque nunca llegaron a verse. En tres ocasiones
viajó Handel a Halle y en ninguna de las tres se consumó el encuentro entre los
músicos: en la primera, cuando Bach se desplazó para conocer a Handel, sabiendo
de su cercanía, este ya había partido; en la última, ya avanzado el año de
1750, fue Handel quien quiso llegar hasta Bach, pero el gran maestro había
muerto ya por la «pericia» de John Taylor. Por aquel entonces Handel, con sus
penosos problemas en la vista, no dudaba en dejar constancia manuscrita de sus
dificultades en la partitura del Jephtha que estaba componiendo: «Hasta aquí este
miércoles 13 de febrero 1751, incapaz de continuar debido al debilitamiento de
la visión del ojo izquierdo». Aún soportaría el Caro Sajón tal menoscabo
durante varios años, hasta que en 1758 le aconsejaron la visita a un cirujano
ocular que contaba con un largo historial de viajes y operaciones por el
continente. La sapiencia de John Taylor se cebó en esta ocasión con el exitoso
músico de Halle, que ni conocía la causa real de la muerte de su estimado
Johann Sebastian Bach ni sospechaba la nueva y siniestra coincidencia que en la
distancia los volvía a reunir: en efecto, Taylor no vaciló en conducir a Handel
a la oscuridad total. El músico «que sobrepasó el poder de las palabras y expresó todas las pasiones del corazón humano» —según
reza su epitafio en la Abadía de Westminster— murió apenas unos meses después
de la fatal intervención, el 14 de abril de 1759.
MÚSICA PARA ESPIAR
J.S.Bach: Matthäus-Passion.
Philippe Herreweghe. Collegium Vocale Gent. Harmonia Mundi. 3 CD.
Poco
se puede decir de la Pasión según Mateo que no sepamos: que es una obra cumbre
del arte occidental, cuya escucha se hace indispensable una vez al año. Estamos
en el tiempo idóneo para ello, a apenas tres días del Jueves Santo. De las
múltiples grabaciones de esta inmensa obra, y puestos a elegir solo una de
ellas, seguramente sea la del director belga Herreweghe (en su segundo
registro, del año 1999) la más valiosa en su conjunto: instrumentación
historicista exquisita, voces solistas sublimes, coro espléndido, ambientación
perfecta, sobriedad y sentimiento. Un disco referencial y absoluto.
G.F.Handel: Ombra cara.
Bejun Mehta. René Jacobs. Harmonia Mundi.
Excelente recopilatorio monográfico de algunas de las arias más esplendorosas de Handel, dedicadas al castrado Senesino, uno de los cantantes preferidos del músico de Halle. El contratenor estadounidense exhibe con su precioso instrumento, fantástico en su sólido centro y en el registro grave, «todas las pasiones del corazón humano»: arias de bravura y de lamento son abordadas con idéntica brillantez por Mehta en un alarde de coloratura y sentimiento. Jacobs al frente de la Barroca de Friburgo, con la exquisita violinista Petra Müllejans, aporta el dramatismo necesario y tiempos muy contrastados, además de su concepción artesana habitual. Un disco joya que uno no se cansa de escuchar.
Excelente recopilatorio monográfico de algunas de las arias más esplendorosas de Handel, dedicadas al castrado Senesino, uno de los cantantes preferidos del músico de Halle. El contratenor estadounidense exhibe con su precioso instrumento, fantástico en su sólido centro y en el registro grave, «todas las pasiones del corazón humano»: arias de bravura y de lamento son abordadas con idéntica brillantez por Mehta en un alarde de coloratura y sentimiento. Jacobs al frente de la Barroca de Friburgo, con la exquisita violinista Petra Müllejans, aporta el dramatismo necesario y tiempos muy contrastados, además de su concepción artesana habitual. Un disco joya que uno no se cansa de escuchar.