Katerina Lvovna Izmáilova hace el amor
de forma casi animal con un mero trabajador a su servicio, llamado Serguéi,
sobre el escenario del Teatro Bolshoi de Moscú, mientras Stalin observa
enfurecido tan grotesco e indeseable espectáculo, que se desarrolla al compás
de una música —a duras penas puede recibir tal nombre, piensa el dictador—
desafiante con el poder, iconoclasta, desmadejada, vagamente sarcástica. Lady
Macbeth de Mtsensk, de obvias referencias shakesperianas, es el nombre de la
ópera de un joven prometedor llamado Shostakóvich, quien siempre anduvo
seducido por los ecos siniestros y sardónicos del cisne de Stratford-upon-Avon,
y que acaba de permitirse sacar los pies del tiesto con una composición incomprensiblemente
esnobista, insumisa y retadora. A pesar de que esta ópera ya lleva casi dos
años de exitosa rodada por los teatros soviéticos, el ardor de Stalin la prohíbe
y además la destruye con un demoledor artículo en Pravda —si él lo escribió o
solo lo instigó es cuestión secundaria en este caso—, calificándola de
«pornofonía», «caos en vez de música» y «sucesión de alaridos imposibles de seguir,
más aún de recordar». Corría el año de 1936 y Shostakóvich tenía entonces
veintinueve de edad (con veintiocho, por lo demás, se había divorciado ya de su
primera esposa, de manera que conocía desde bien temprano los sinsabores de la adversidad).
Esta temprana colisión personal y
artística con el sistema ya no le abandonará durante el resto de su vida: el quehacer musical de Shostakóvich
estuvo fuertemente determinado tanto por los conflictivos acontecimientos
políticos de su entorno como por sus propias inestabilidades emocionales. La
ironía, cada vez más afilada y perfeccionada, se convirtió en la máscara idónea
para vadear el peligro, el azaroso piélago en que le tocó crear; también devino
el único modo de supervivencia como compositor contra, por una parte, la feroz
condena que de algunas de sus obras realizaba imprevisiblemente el propio régimen
comunista y, a la vez y paradójicamente, contra la digna cohorte occidental, que
despreciaba el trabajo del músico por su supuesta participación activa en el
estalinismo. Así pues, perseguido y coaccionado por el poder del Estado en que
vivía, y al tiempo desdeñado por los falsos e interesados adalides de las
libertades externas, Shostakóvich tuvo que garantizar su continuidad vital y creadora
en un entorno hostil. Cierto es que compuso con profusión bandas sonoras para
los cineastas del régimen, que llegó a alumbrar una encendida loa a Stalin en
su Canción de los Bosques en
1950 y que incluso un año más tarde llegó a convertirse en diputado del Soviet
Supremo. Pero no es menos cierto que esta «extraña» vinculación llegó a cuajar
después de dos décadas de represión, en que el compositor fue denunciado
abierta y públicamente en dos ocasiones: la ya citada de 1936 y, más tarde, en
1948, cuando en virtud del Decreto Zhdanov fue acusado de «formalismo» —es
decir, de carencia de propósito y contenido sociales en sus obras—; tras ello
sus trabajos fueron censurados, se le obligó a disculparse públicamente y su
familia sufrió múltiples restricciones a nivel particular. Así es como se
inicia su etapa de composiciones complacientes con el régimen, simultaneada con
trabajos más independientes que, por supuesto, tardaron muchos años en salir a
la luz, y que se encontraban plagados de referencias cifradas a músicos y modos
no precisamente del gusto estalinista.
En su reciente novela El ruido del
tiempo, publicada en España hace apenas diez meses, Julian Barnes aborda con
concisión y no sin cierto aliento poético la complejidad de las relaciones
entre el arte y el poder que se desarrollaron en torno a Shostakóvich. La
confrontación de la música con la barbarie se saldó íntimamente con miedo,
culpa y soledad; extramuros, también con ausencia de reconocimiento y con un
obstinado y malicioso boicot. Barnes sugiere que en no pocas ocasiones la
represión estimula obras sobresalientes y plantea con sutileza el dilema capcioso
que suele proponer el cómodo intelectual de Occidente desde su segura atalaya:
¿es preferible crear en cautividad o sacrificarse por la libertad? Barnes
concluye que, cuando ser un héroe de la disidencia implica ineludiblemente ser
un héroe cadáver, la exigencia de un pronunciamiento decisivo se convierte en
cruel y perversa. Georg Solti llegó a reconocer en público que se arrepentía
profundamente de «no
haber pedido perdón a Shostakóvich por haberle menospreciado y haberle
considerado un lacayo del Estado».
Es lógico deducir que la vida
privada del compositor no podía permanecer ajena a los accidentes de su
conflictivo universo creador, y en verdad se vio sacudida por numerosas
irregularidades. Sus tres matrimonios —el último de ellos con una mujer treinta
años más joven que él— dan fe de una agitación emocional poco común. Tampoco
pueden olvidarse algunas de las manías que le aquejaban, según sus biógrafos y
algunos de sus familiares: su limpieza compulsiva; su obsesión por el tiempo y
los relojes, que sincronizaba constantemente; su control de la eficacia del
sistema postal, que verificaba enviándose cartas a sí mismo; los continuos tics
en su rostro…
Los años finales de Shostakóvich
transcurrieron entre la poliomielitis, el cáncer de pulmón —que lo devoró a los
sesenta y ocho años— y el desencanto. No es extraña, entonces, la oscuridad de
sus últimas composiciones. Desde el asfixiante laberinto en que sobrevivió este
ajedrecista experto en Historia del Arte y enamorado del jazz y de la poesía —en
sus composiciones se deslizan Tsvietáieva, Apollinaire, Rilke, Lorca…— ha
llegado hasta nosotros una obra audaz, nítida y provocadora, libre al fin del
estrépito insoportable de su tiempo, vindicativa de emociones aún relevantes en
el nuestro.
MÚSICA PARA
ESPIAR
D.
SHOSTAKÓVICH: Los quince cuartetos de cuerda. Emerson String Quartet.
Deutsche-Grammophon. 6 CD.
Apabullante ciclo fraguado a lo
largo de 36 años de reflexión sobre la tonalidad, recorrido por el ascetismo y
el rigor intelectual, pero también por una emoción esencial que oscila entre un
acerado clamor, una hermosura huraña, una cálida memoria de las raíces rusas y
una cromática desolación espiritual. La grabación de los Emerson es incisiva y
expresiva al máximo, con alternancia de los papeles de los dos violines y una
excelente toma de sonido. Pura belleza descarnada.
D.
SHOSTAKÓVICH: Lady Macbeth de Mtsensk. Royal Concertgebouw Orchestra. Dir.: Mariss Jansons.
DVD.
La ópera de la discordia, con base
en la obra de Leskov. Shostakóvich construye un personaje femenino poderosísimo,
brutal, apasionado: una auténtica fuerza desbocada de la naturaleza. A la vez,
penetra con crudeza y con ironía maestra en un entorno salvaje, apelando para
ello a técnicas cinematográficas, a las vanguardias musicales, al
expresionismo… Esta versión concreta pudo admirarse en el Teatro Real. Una auténtica
conmoción. Un montaje extraordinario. Cantantes y orquesta en estado de gracia.