El 3
de diciembre de 1944 el ejército británico, en guerra con Alemania, abrió fuego
contra una multitud de civiles que se manifestaban en apoyo a los partisanos
que habían sido los aliados de Gran Bretaña contra los nazis durante tres años.
La ingenua muchedumbre portaba banderas griegas, estadounidenses, británicas y
soviéticas, y coreaba consignas a favor de quienes habían estado a su lado
durante la guerra: Churchill, Roosevelt, Stalin. Veintiocho civiles, la mayoría
veinteañeros, cayeron muertos, y hubo cientos de heridos. Fue uno de los
episodios más repugnantes que en los años de contienda protagonizaron los
ingleses, y que estos aún hoy se esfuerzan en borrar de sus manuales de
Historia. Winston Churchill, con indigna perfidia, consideraba que la
influencia del Partido Comunista en el seno del movimiento de resistencia con
el que se había codeado durante la guerra —el Frente Nacional de Liberación,
EAM— era mayor de lo que él había previsto; lo suficiente para hipotecar su
plan de colocar de nuevo al rey de Grecia en el poder y mantener en jaque al
comunismo. Así que invirtió alegremente las alianzas y pasó a alentar a los
seguidores de Hitler contra sus hasta entonces «amigos» helenos.
Mientras
Míkis Theodorakis se detenía a empapar una bandera griega en la sangre de los
caídos, un hombre de apenas 22 años se protegía en un edificio semiderruido de
la lluvia de obuses que caía implacable sobre la traicionada Atenas. Uno de
ellos alcanzó su escondrijo y el joven, tras ver cómo el cerebro de un camarada
se estrellaba contra la pared por el impacto, perdió el conocimiento. Al
despertar, percibió que su ojo izquierdo y parte de su cara habían desaparecido.
Ese hombre era Iannis Xenakis.
Xenakis
había nacido en Rumanía en una familia de ascendencia griega que terminó por
trasladarse a su país de origen cuando Iannis contaba con 10 años. Poco
después, Xenakis comenzó a cursar ingeniería, pero la ocupación nazi
interrumpió sus estudios; en este convulso entorno, se unió al movimiento de
resistencia partisano, formando parte del Ejército de Liberación del Pueblo
Griego (ELAS). En 1946 logró Xenakis terminar su carrera, pero en la idílica
posguerra griega propiciada por el admirado Churchill, que cristalizó en
cruenta contienda civil, su pasado no era conveniente: con 25 años fue detenido
por su activismo y condenado a muerte por un tribunal militar, aunque logró
eludir su suerte huyendo a Francia con un pasaporte falso. Su condena a muerte
no se levantó hasta 1975, fecha en que se constituyó con Constantino Tsatsos el
primer gobierno republicano en Grecia tras el siniestro Régimen de los Coroneles.
Instalado
precariamente en París, con el rostro destrozado y sin dinero ni identidad
legal, sobrevivirá gracias a la ayuda de los amigos griegos que encontró en la
ciudad; en concreto uno de ellos le conducirá por una de las dos sendas que
habrían de ser determinantes en su vida, al presentarle al arquitecto Le
Corbusier. Xenakis comenzó colaborando con él en tareas de ingeniería para ir
adentrándose poco a poco y cada vez con mayor intensidad en el universo de la
arquitectura, de la que le sedujo la necesidad de pensar en conjunto y desde
ahí descender a los elementos y detalles: algo que le pareció esencial en el
inicio de sus andanzas compositivas con su otro pilar vital, Olivier Messaien,
a quien conoció en 1949, y que le animó a relacionar su talento musical con sus
conocimientos en el ámbito científico.
La
excéntrica arrogancia de Le Corbusier propició numerosos enfrentamientos con el
firme Xenakis, quien por otra parte cada vez estaba más interesado en dedicarse
con exclusividad a la música. La pretendida —y frustrada— atribución unilateral
por parte de Le Corbusier del Pabellón Philips en la Exposición Universal de
Bruselas de 1958 constituyó la ruptura definitiva entre ellos. Para entonces,
Xenakis estaba entregado plenamente a la composición: ya habían visto la luz
Metastasis (1953), Pithoprakta (1956), Achoripsis (1957) o Diamorphoses (1957).
Xenakis
supo atisbar su propio camino creativo, alejado del serialismo imperante,
detractor de movimientos norteamericanos y «martillos sin dueño»—representados
por John Cage y Pierre Boulez— y a la búsqueda por igual de la aplicación de la
electrónica y las matemáticas —de la que resultaría su música «estocástica» de
partículas aleatorias— y de la percepción de la naturaleza en sus obras
—mediante una maravillosa exploración de géneros e instrumentos que suele granjear
a sus composiciones el acertado adjetivo de telúricas, pues ciertamente parecen
resonar y removerse desde lo más hondo de la tierra, o quién sabe si de su
amado mar Mediterráneo: así Horos, Tetras, Jonchaies—. «Hay que atrapar
al oyente y, le guste o no, atraerlo hacia la ruta de los sonidos, sin que sea
necesaria una formación especial. El impacto sensual debe ser tan contundente
como cuando se oye un trueno o se mira el interior de un abismo sin fondo», decía.
Tampoco debe olvidarse que siempre tuvo presente el «espíritu áspero» del
compromiso, el sutiles obras como ‘Nuits’ para coro, dedicada a cuatro presos
políticos (entre ellos el español Narciso Julián).
En
una ocasión, el compositor traducía en música sus recuerdos acerca de una
manifestación antinazi en Atenas: «una multitud grita un eslogan, otra grita
otro, el ritmo perfecto de la última consigna se rompe en una masa enorme de
gritos caóticos, se oyen disparos de ametralladoras y se instala en el lugar
una calma detonante llena de desesperación, de muerte y de polvo. Pero la nota
al unísono al final sugiere que se ha salido vencedor en la batalla». Iannis Xenakis
murió en febrero y en París con aguacero; tal vez la masa zumbante de la lluvia
le transportó, victorioso, hasta el más libre y sonoro paisaje de la Hélade.
UN LIBRO Y UN DISCO PARA ESPIAR:
Xenakis: Música de la arquitectura. Akal, 2009. 448
páginas.
Volumen
que reúne los escritos que Xenakis consagró a la arquitectura y a las
relaciones de esta con la música a través de muy diversos materiales:
artículos, cartas, conferencias, escritos teóricos… que se completan con
bocetos y proyectos arquitectónicos propios. Los originales, presentados y comentados
por Sharon Kanach, se articulan en cuatro apartados: «Los años Le Corbusier»,
«La ciudad cósmica y otros escritos», «Xenakis, arquitecto independiente» y
«Los Politopos».
Xenakis: Metastasis. Pithoprakta. Eonta. Orchestre
National de L’O.R.T.F. Ensemble Instrumental de Musique Contemporaine. Chant du
monde, 2002.
Fantástico
registro, en toma de sonido e interpretaciones, que comprende tres obras
tempranas pero esenciales en la creación de Xenakis. A pesar de su meticulosa
construcción arquitectónica, están impregnadas de gran emoción, no exenta de
nostalgia por la tierra propia abandonada. Metastasis, para 60
instrumentistas, supone una apabullante demostración de lo que se puede hacer
con una sola nota (sol). Piano, trompetas y trombones se combinan en Eonta de
manera asombrosa. Un disco imprescindible de la música del siglo XX.