Si
pensamos en Reikiavik en el año 1972 y añadimos el juego de ajedrez como
contexto, no habrá nadie que no recuerde el tan célebre como mítico campeonato
mundial que enfrentó a Robert Fischer y Boris Spassky en la ciudad islandesa.
El cara a cara de ambos monstruos del tablero fue mucho más que una contienda
deportiva por la obtención de un título: sus países de origen por fuerza habían
de convertir el campeonato en un símbolo del gélido enfrentamiento entre
Estados Unidos y la Unión Soviética, y consecuentemente en un pulso que
pretendió medir la supremacía de una potencia sobre la otra.
Juan
Mayorga vuelve a la carga como director de su propio texto (ya lo había hecho
antes con La lengua en pedazos), con la “idea” de Reikiavik como escenario,
en un montaje que tras cierto rodaje ha acabado aterrizando en el Palacio de
Festivales de Santander, constituyendo una de las citas más atractivas de la
temporada. Lo interesante aquí no es la reproducción del duelo entre ambos
ajedrecistas (algo que ya ha sido llevado incluso al cine muy recientemente por
Edward Zwick en la muy mal traducida El caso Fischer), sino una reflexión
sobre cómo vivir la propia vida y sobre los límites de la entrega a nuestras
obsesiones. Para ello, Mayorga se sirve de dos personajes anónimos con nombre
significativo (Bailén y Waterloo: dos derrotas), que son un trasunto de Fischer
y Spassky, y de un tercer personaje, un niño (¿o una niña?: no sabemos por qué
se le invoca de ambas maneras en la obra) que encarna la esperanza de la
continuidad.
En
realidad, Reikiavik se estructura en una breve introducción con la
presentación de los personajes ficticios, un largo desarrollo de las
vicisitudes acaecidas en la ciudad islandesa y un cierre de círculo con la
reaparición de los tres personajes iniciales. Curiosamente, el comienzo parecía
avanzar un curso diferente del texto, pero no es así, pues las tres cuartas
partes de la obra constituyen un salto en el tiempo y una representación literal
de los sucesos de Reikiavik, cuyo magnetismo queda fuera de duda. Ello nos
lleva a preguntarnos la necesidad real de los personajes interpuestos, más allá
de su papel de maestros de ceremonias. Se echa en falta una justificación de
Bailén, Waterloo y el niño/niña, que es como decir un mayor calado en el
significado real de estos personajes; no nos vale que puedan ser cualesquiera o
incluso nosotros mismos. ¿Por qué? ¿Y por qué en relación con Reikiavik? ¿Por
qué dos derrotas? ¿De qué esperanza hablamos? Cuando la obra termina, nos
quedamos con la sensación de que nos falta hondura psicológica, de que se nos
ha hurtado un buceo en lo íntimo, en los mecanismos personales que, más allá de
las presiones del entorno, condujeron a aquel resultado final y a su vivencia
actual.
Al
margen de esta objeción, e incluso de la percepción de que en el montaje nos
sobran, por reiterativos, aproximadamente diez o quince minutos, hay que decir
que el desarrollo de la obra funciona como un mecanismo de relojería, pues en
la exposición de los hechos Mayorga introduce a los protagonistas más esperados
y también a los más insólitos, en una acrobacia estilística brillante que
ejecutan con precisión los dos magníficos actores: César Sarachu como
Waterloo-Fischer y, muy en especial, Daniel Albaladejo como Bailén-Spassky,
quien realiza además la mayoría de papeles paralelos, y lo hace con dicción
perfecta y con una asombrosa, trepidante e indesmayable versatilidad; Elena
Rayos cumple con corrección con su papel de adolescente, aunque su carga es
lógicamente mucho menor. Escénicamente, es de alabar la sobriedad de la mesa
con dos bancos bajos y unas discretas y acertadas proyecciones de fondo, y
asimismo la excelente iluminación.
En
suma, Reikiavik es una obra muy disfrutable, un excelente trabajo dramático que,
sin abordarlos expresamente, induce a profundizar en los resortes de la
genialidad, la obsesión, la pérdida, el acabamiento y la soledad.