El realizador galo, experto en trampantojos estéticos,
vuelve a engañarnos de nuevo, aunque esta vez de forma más sutil que en sus
películas inmediatamente anteriores: la anodina Una nueva amiga (2014) y la irritantemente estúpida Joven y bonita (2013), solo apta para
babosos sin reparos. Bajo el paraguas de una hermosa fotografía en blanco y
negro con leves ráfagas en color —como contraste entre el presente y la memoria
del desaparecido Frantz, respectivamente—, el recurso a algunos ribetes
culturales que pespuntean levemente la trama —Verlaine, Sherezade, Manet…— y
apoyándose también en una excelente interpretación de la actriz Paula Beer en
el papel de Anna, Ozon nos ofrece una desigual historia que apela sin cesar a trampas
y artificios para sobrevivir en la retina del espectador.
Partiendo de un
planteamiento interesante que podría haberle dado mucho juego y oportunidad de
profunda reflexión sobre la guerra, la legitimidad de la mentira y el valor del perdón —oportunidad que
desperdicia irremediablemente al convertirla en caricatura—, la película va
enmascarando su superficialidad con sucesivos golpes de efecto que nos llevan a
preguntarnos qué más le puede pasar a esa pobre mujer llamada Anna, una suerte
de quousque tandem interminable e
increíblemente (en el sentido literal del término) tolerado. Y es que la
película bien podría haberse llamado Frantz,
o qué puede ser de tu vida cuando te cruzas con un hijo de puta (incluso dos).
Veamos: Anna oficia de viuda perenne —prometida frustrada de Frantz, realmente—
que vive no sabemos por qué en la casa de sus entrañables protosuegros. Ella
visita a diario la tumba de Frantz y todo va bien hasta que aparece de la nada un
estrambótico personaje que da al traste con la placidez del trío: se trata de
Adrien, sexualmente ambiguo —Ozon juega con un vago homoerotismo sin atreverse
a declararlo—, que se inventa una historia de amistad francoalemana con Frantz,
que se mete arteramente en el bolsillo a los padres del difunto y que acaba por
confesar a Anna, antes de huir a su país y con mucha caída de pestañas, que fue
él quien lo mató a bocajarro en una trinchera. A todo esto, Anna ha empezado a
enamorarse (¡¿?!) del sujeto y soporta su cínica confesión en silencio para no
destruir la idílica imagen que Adrien ha elaborado a base de pérfidas mentiras ante
los padres de Frantz. Estos, por su parte, tras un frustrado intento de
suicidio por parte de ella —frustrado por fuerza, pues estaba rodeada de
gente—, la animan a seguir al cínico a París, pensando que es un buen partido
para la chiquilla: ¡almas cándidas! Anna llega a la Ciudad de la Luz y cuando el
taxi la deja en el hotel en que se alojaba en vida el loado Frantz, descubre
que es ¡¡un picadero!!: nuevo bofetón. En lugar de marcharse del inmundo pulguero,
duerme en una cama mancillada y se pone a seguir las difusas pistas de Adrien,
pues lo ha perdonado (oh, sí), y descubre que el tipo le ha seguido mintiendo
miserablemente —no toca el violín en la Orquesta de París y vive con su madre
en un pedazo de palacio del que Anna no tenía la menor idea, como tampoco tiene
idea de que ya está prometido con una pavisosa ni de que la madre de él es una
bruja (de tal palo tal astilla)—. Cuando ya la humillación es demasiado insoportable,
Anna decide al fin marcharse —gracias a Dios— y el tipo todavía tiene la
parsimonia de decirle que no vaya a pensar mal, que se casa con la otra solo
por deseo de su madre ¡¡y la invita a la boda mientras intenta morrearla!!
La
desfachatez de este pájaro nos tiene sin aliento durante todo el metraje y nos
lleva a cuestionarnos si Ozon es un misógino de manual o sencillamente un
absoluto imbécil, por buscar un personaje «masculino» tan despreciable e
inconsistente. Solo el final de la película es digno y elegante, pero no logra
rescatarla de la marea de despropósitos en la que inexplicablemente la sumerge
su director. No todo son lindas postalitas, François. A ver si en la próxima te
luces más y nos enfadas menos.