Hace
menos de un año, en el cruel mes de abril, se apagaba el último de los llamados
«jóvenes airados» que, aun en sus declaradas divergencias intestinas,
revolucionaron la intelectualidad británica de los años 50-60 del siglo XX:
Arnold Wesker era el único bastión superviviente de aquel movimiento al que dio
nombre John Osborne con su célebre Mirando atrás con ira, y del que formaron
parte entre otros, e incluso a su pesar, Harold Pinter —seguramente el más
brillante, inscrito en la corriente con La fiesta de cumpleaños—, el Sillitoe
de La soledad del corredor de fondo y la Shelagh Delaney de Sabor a miel,
además de Colin Wilson, Kingsley Amis o, en lo poético, el también muy grande
Philip Larkin.
Arnold
Wesker terminó su carrera vital de modo ciertamente paradójico: de orígenes
modestos, quien fuera adalid de la defensa de las clases obreras en sus mejores
páginas acabó sus días como sir. Su dedicación a la literatura comenzó
temprano, como reflejo de varias de sus experiencias laborales previas en
restaurantes y hoteles como recepcionista y cocinero (repostero, en
particular). A partir de la presión y el descontento experimentados en estos
centros de trabajo, también de su contexto más próximo y conocido, brotará una
obra en la que estos componentes son una constante, presente ya en sus mismos
títulos (La cocina, Sopa de pollo con cebada, Papas y todo lo demás…). Otra
de las constantes de la obra de Wesker es también el judaísmo, que de un modo u
otro siempre adquiere relevancia en sus escritos, como tema central o bien con la
aparición de personajes judíos, precisamente en atención a sus propias raíces
familiares. En este sentido, el escritor británico ha permanecido fiel a su
ideología y asuntos de interés aun con el transcurso de las décadas.
En
1957, hace ahora precisamente 60 años, Wesker escribe La cocina, obra de
teatro coral con casi treinta personajes, con la que se estrena como dramaturgo.
En La cocina Wesker plantea las difíciles relaciones existentes entre el
personal de un restaurante grande —ciertamente no un gran restaurante—, y a su
vez, en paralelo, el conflicto que cada uno de los empleados mantiene con el
restaurante en sí —con la cocina—, como lugar que trasciende el mero entorno de
trabajo para invadir e incluso frustrar las más íntimas y anheladas
expectativas particulares. En realidad, la propuesta no es nueva. El año
anterior, en 1956, ya Arthur Miller había escrito Recuerdo de dos lunes, que
se desarrolla en un almacén de automóviles con varios de sus trabajadores como
protagonistas. Wesker, sin embargo, aporta una gran diversidad en el perfilado
de los personajes, valiéndose de sus múltiples nacionalidades y diferentes jerarquías
para ilustrar más claramente el conflicto; un conflicto que permanece latente
durante toda la obra, que el autor se esfuerza por acallar bajo el desenfreno
del ritmo de trabajo, hasta que finalmente hace su aparición con plenitud para
estallar de una forma incontenible, no por previsible menos dolorosa.
La
cocina es un texto que, más que en su lectura, con algunos pasajes
excesivamente dogmáticos, impacta especialmente cuando se pone en escena; sobre
todo cuando se hace bien. Su primer montaje en España data de 1973, con Miguel
Narros como director, y cosechó críticas irregulares aunque fue bien recibida
por el público y sorteó con facilidad cualquier amago de censura. La fantástica
versión que se ha podido disfrutar hasta el pasado 30 de diciembre en el Teatro
Valle-Inclán de Madrid, con Sergio Peris-Mencheta en la dirección y un
magnífico elenco de actores, restituye a la obra su absoluto esplendor —tal vez
un esplendor con que el entonces primerizo Wesker soñó impregnar su largo texto
sin alcanzarlo por completo, en especial desde un punto de vista formal—y,
sobre todo, logra algo muy difícil: subrayar sin artificios ni salirse del
tiesto la cruda actualidad de aquellos sentimientos que se fraguaron en La
cocina original, sin duda el gran hallazgo del intuitivo Arnold Wesker.
Y es
que La cocina acusa muchas de las heridas que continuaban sangrando en la
Europa de los 50, no repuesta aún de sus terribles contiendas bélicas, del
mismo modo que hoy vivimos inmersos en un pavoroso enfrentamiento racial, cultural
y sociopolítico a escala global. Igualmente, la penosa situación económica, con
todas las restricciones imaginables, que se instaló en el escenario posterior a
la SGM, recuerda mucho, por desgracia, a la crisis actual en un mundo en que, a
golpe de talonario, se ha puesto patas arriba toda una estructuración social
consolidada y más o menos pacífica, obtenida tras un largo proceso de horror y
sacrificio.
Así
que la cocina no es una cocina, sino metáfora vital. La cocina también podría
ser un taller o una oficina o una fábrica. Lo único cierto es que la cocina es
un instrumento de sumisión y alienación del hombre en todos sus aspectos, incluso
los más privados, no solo los laborales, y por ello trasciende con mucho los
postulados del marxismo; la cocina sujeta al hombre a sus exigencias diabólicas
y le arrebata el sueño y sus sueños; la cocina exprime al hombre a cambio de míseras
monedas oxidadas; la cocina enfrenta al hombre contra el hombre; en la cocina
se cuece a fuego lento el hastío, el odio, la diferencia, la frustración, el
fanatismo, la intolerancia… la deshumanización.
Sesenta años más tarde, nos hace temblar que no hayamos aprendido nada, que sigamos instalados en el más indigno ayer, que un día la incesante presión de la cocina nos haga reventar en jirones de carne sin sentido.
Sesenta años más tarde, nos hace temblar que no hayamos aprendido nada, que sigamos instalados en el más indigno ayer, que un día la incesante presión de la cocina nos haga reventar en jirones de carne sin sentido.