LA UTOPÍA DE HOY

Del gran pintor Hans Holbein conservamos, entre otros, dos retratos espléndidos y bien conocidos: uno corresponde al rey Enrique VIII en toda su magnificencia y el otro, de carácter no precisamente austero, a Sir Thomas More (o Tomás Moro, según lo conocemos por estos pagos); a pesar de las obvias diferencias entre ambos, se aprecia, no obstante, la maestra penetración psicológica del artista de Augsburgo, que ya previamente, y no por casualidad, había retratado a Erasmo de Rotterdam. La extraordinaria e imponente tabla de Moro, hoy depositada en un museo norteamericano, data de 1527; Holbein la realizó en el periodo de esplendor intelectual y biográfico del humanista inglés, pocos años antes de ser enviado a la Torre donde terminaría sus días, tras oponerse con católica ferocidad a las liviandades matrimoniales de Enrique VIII y asimismo a sus «divinas» veleidades de concretas y terrenales consecuencias. Holbein capta a la perfección la sagacidad del hombre de letras y leyes, de religión firme y sólidos principios; también la solemnidad del Lord Canciller y la auctoritas del intelectual vinculado a las universidades de Oxford y Cambridge; en suma, su indiscutible dignidad. 
Once años antes de ese retrato, Tomás Moro había escrito su Utopía, un tratado tan breve como sustancioso en que propone un modelo de mundo ideal cuyos trazos albergan mucho de crítica hacia la sociedad y la política de su contexto coetáneo. En realidad, la idea subyacente en Utopía no es nueva: como buen humanista, Moro era perfectamente conocedor de la obra de Platón, y su República hubo de servirle de evidente inspiración, si bien más en el concepto que en el proyecto platónico en sí, con el que Moro no había de comulgar en exceso por evidentes razones de cronología y planteamiento. La reflexión acerca de la construcción de un mundo ideal no es extraña en absoluto al pensamiento humano; es una necesidad perentoria, por ser más precisos. Por el mismo motivo se crean los dioses o se perfila el lógos o se sientan las bases del pacto social: por el miedo a lo incierto y por el deseo de cambiar unas condiciones existenciales pocas veces satisfactorias, que se perciben como mejorables a poco que se medite sobre ellas. Tomás Moro pertenece a una época irrepetible, en la que él y otros pensadores y escritores imprescindibles en la Historia de la Humanidad, tomando y reciclando lo óptimo de los siglos precedentes, sientan cimientos intelectuales de los que aún hoy bebemos y cuya vigencia nos asombra.
La Utopía de Moro, pues, cumple en este año medio milenio de existencia. Hoy nos asomamos a sus breves pero intensas páginas y casi nos hace temblar la actualidad de este pequeño tratado que no era sino un compendio de tradiciones y recursos estilísticos y topoi varios: el viaje, el diálogo, el consejo al príncipe, la reflexión sobre la sociedad y la política, la persecución del bien común como intuición de que solo a través de este bien general puede lograrse un Estado pacífico y fructífero. Después de 500 años, la clase política, en la mayoría de sus manifestaciones, continúa avasallando a las sociedades que rige, y el sentimiento de malestar, abuso y descontento arraiga indefectiblemente en un «pueblo» —ese ente tan lejano y ajeno al poder— que sigue necesitando un ideal al que aferrarse, un sol propicio al que mirar sin quemarnos la visión en el intento. Leamos un solo párrafo de Utopía a modo de ejemplo: «Así, cuando miro esas repúblicas que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellas —¡Dios me perdone!— sino la conjura de los ricos para procurarse sus propias comodidades en nombre de la república. Imaginan e inventan toda suerte de artificios para conservar, sin miedo a perderlas, todas las cosas de que se han apropiado con malas artes, y también para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los ricos han decretado tales invenciones, enseguida se convierten en leyes». Salarios precarios, prevaricación, legislación a medida… la terrible ficción, en nada obsoleta, de llevar a cabo «una política para el pueblo pero sin el pueblo». ¿Verdad que nos resulta familiar? Quevedo se arrodilló ante Utopía en su tiempo y nosotros hoy seguimos haciéndolo.
Se han señalado siempre como temas esenciales en Utopía la condena de la propiedad privada en tanto fuente de desigualdades, una federación sui generis como forma de organización administrativa, la repartición y reciclaje del trabajo… pero hay otros de igual o mayor calado: «Dejáis que se eduque a los niños deficientemente y que sus costumbres se corrompan desde sus primeros años, pero después los condenáis, al llegar a hombres, por faltas que en su niñez ya eran previsibles. ¿Qué otra cosa es esto más que convertirlos en ladrones y después castigarlos?». ¿Qué otra cosa se denuncia aquí sino lo que con pavorosa crudeza nos exponía Haneke en La cinta blanca?
El poder siempre resuelve sus falacias matando al mensajero. Así mataron a Moro hace 500 años. Así matarán hoy y siempre a todos los mensajeros de utopías.