Apenas
un mes queda para visitar la exposición «Francis Bacon: de Picasso a Velázquez»
que se exhibe en el Museo Guggenheim de Bilbao desde el pasado mes de octubre
hasta el próximo 8 de enero. La exposición, en realidad, llega itinerante desde
Mónaco, donde fue presentada con otro título ad hoc para los monegascos: «Bacon,
Mónaco y la cultura francesa». Lo cierto es que el grotesco remake de la
muestra es índice de una realidad inconcusa: el comisariado, a cargo de Martin
Harrison, no es precisamente lo más brillante de esta exposición ni, desde
luego, presenta un criterio conceptual claro de organización, pues en otro caso
no habría lugar para títulos intercambiables según el país receptor de la
colección. ¿Qué significa esto? Pues exactamente nada. O dicho de otro modo:
que la exposición no merece sino ser tildada de magnífica sin paliativos, aun a
pesar de las irrelevantes intrusiones del comisario en el hilo conductor, que en
la mayoría de ocasiones no sirven sino para diluir el objetivo principal o
subrayar una obviedad. La exposición debiera enfatizar en su denominación lo
que de excepcional encierra: un elevado número de obras importantísimas y,
sobre todo, atractivas por difíciles de ver, pues muchas de ellas provienen de
colecciones particulares y no son precisamente baladís. Vayamos por partes.
A
diferencia de su homóloga de Mónaco, que se iniciaba interesadamente con
Toulouse-Lautrec, la exposición del Guggenheim postula la influencia de Picasso
en Bacon en su primera sala: «Picasso: la puerta al arte». Aparte de cuadros en
que este influjo es obviamente manifiesto (Composición, 1933), es cierto que
el concepto de descomposición de las figuras inmortalizado por Picasso acompañó
a Bacon en muchas de sus obras, esencialmente en sus retratos y en la
delimitación de sus sujetos, primero encerrados en asfixiantes geometrías y al
fin, con el paso de los años, en la peor de las cárceles: los contornos de su
propio cuerpo distorsionado y sufriente. No obstante, el eco analítico de
Picasso devino en Bacon exploración de aristas insospechadas y nunca abordadas
—en ese modo tan exclusivamente suyo— por ningún artista; de ahí que Picasso
sea en Bacon precisamente eso: un eco deglutido y regurgitado en una
reelaboración que dista mucho de las sendas del malagueño. No hay que perder de
vista que Bacon destruyó la práctica totalidad de sus cuadros realizados en esa
época y bajo tal influjo en sus trazos más evidentes. Pero al comisario
Harrison esa «Spanish connection» le convenía para vendernos una exposición que
no necesita excusas, porque ella solita ‘per se’ es excusa suficiente. Por
ello, tal vez, resulta también absurdo que Harrison traiga a colación obra de otros
artistas emblemáticos del cubismo —Gris, Léger, Braque— únicamente porque «andaban
por allí» y pase por alto, en cambio, el palpable reflejo de De Chirico en otro
de los lienzos de Bacon expuestos en esta sala. Por otra parte, el comisario
sitúa en posición contigua, sin piedad cronológica, la muy mediana
Composición ya mencionada con un cuadro apabullante —Furia—, alumbrado ya en
1944, y que contiene el germen de algunos de los componentes que Bacon seguirá
explorando hasta la extenuación: la audacia extrema del color —esos rojos y
naranjas que se repetirán magistralmente en ese tríptico hipnótico y salvaje de
la Crucifixión, de 1962— y el grito de esas bocas dentadas como abismos que
nos devoran y paralizan y expulsan a la vez.
La
siguiente sala comienza a ponerse realmente seria. «Jaulas humanas» es una
sucesión de hombres-prisión, de figuras cautivas entre los barrotes de sus
propios huesos, de sus contornos en las más humillantes posturas, de una
conciencia de bestia que a duras penas se contiene en carne humana. Como
curiosidad, un singular homenaje que el dublinés dedica a Van Gogh en 1956: un
estudio para un retrato del artista en mitad de un campo oscuro, como un
presagio de las aún controvertidas causas de su muerte.
«Figuras
aisladas» contiene a su izquierda una de las innúmeras variantes que Bacon
realizó de ese retrato que, según sus palabras textuales, «le acosaba»: el
Inocencio X de Velázquez. El lienzo que expone el Guggenheim en la parte
izquierda de esta sala no es una de las mejores muestras de la obsesión de
Bacon, y a su lado se exhibe una copia flojita del original velazqueño
realizada por Amédée
Ternante-Leamire. Interesan mucho más en este espacio los retratos, en
particular los del propio Bacon, visto por sí mismo como una suerte de Jekyll y
Hyde, y el magnífico de Michel Leiris de 1976. Puede admirarse también un delicioso
Giacometti colocado entre los Bacon como quien no quiere la cosa.
La
sala «Cuerpos expuestos» supone un paso más en el estudio humano, más allá de
su rostro. Es el espacio para los desnudos, para el color, para las torturadas
torsiones e indiscretas exploraciones de la figura humana que harán
inconfundible a su autor. Un torso de Rodin y el bufón enano de Velázquez merodean
por esta suerte de «vestíbulo» del espacio más privilegiado, o cuando menos más
espectacular, de la muestra: la sala «Juntos pero aislados», que nos maravilla
no por lo banal de su epígrafe sino por la presencia de algunos de los
trípticos más abrumadores e inquietantes del artista de Dublín, en los que se
concentran la pasión sin concesiones, la carne lacerada, la abyecta soledad,
los despojos del amor.
La
sala última, «Esencia vital», es prescindible por cuanto el comisario se ha
esforzado en reunir en ella las obras menos relevantes de la exposición, aun a
pesar de lo cual no logra borrar la sensación aterradoramente esplendorosa
causada por las previas.
Dos apuntes: si se quiere entender el magma de influencias que pesaron sobre la obra de Bacon, solo hay que asomarse a las imágenes de su estudio, que pueden localizarse con facilidad (existe una reproducción exacta en la Hugh Lane Gallery de Dublín). Decenas de libros de arte abiertos al azar, cientos de fotografías dispersas y un desorden pavoroso nos hablan de su autoaprendizaje continuo, de su insaciable curiosidad, de su infatigable capacidad de obsesionarse. En segundo lugar, si alguien quiere buscar una obra verdaderamente singular del dublinés, que vague por las salas hasta dar con un pequeño paisaje marino atisbado a través de una ventana. Desde semejante idílica atalaya, el genio Bacon contempló y plasmó la violencia más íntimamente hiriente de la modernidad.
Dos apuntes: si se quiere entender el magma de influencias que pesaron sobre la obra de Bacon, solo hay que asomarse a las imágenes de su estudio, que pueden localizarse con facilidad (existe una reproducción exacta en la Hugh Lane Gallery de Dublín). Decenas de libros de arte abiertos al azar, cientos de fotografías dispersas y un desorden pavoroso nos hablan de su autoaprendizaje continuo, de su insaciable curiosidad, de su infatigable capacidad de obsesionarse. En segundo lugar, si alguien quiere buscar una obra verdaderamente singular del dublinés, que vague por las salas hasta dar con un pequeño paisaje marino atisbado a través de una ventana. Desde semejante idílica atalaya, el genio Bacon contempló y plasmó la violencia más íntimamente hiriente de la modernidad.