Hay
personas que cuando se relacionan con un creador, con un artista, pretenden
atracarle, arrebatarle una de las partes de su yo: deben elegir entre su obra o
su vida; sobre todo si una de esas partes de su personalidad colisiona con las más
inflexibles convenciones sociales. Ese fue el caso —por supuesto no aislado,
aunque sí especialmente trágico— de la poeta uruguaya Delmira Agustini, muerta
a la edad de 28 años a causa de los dos balazos que le metió su ex marido en la
cabeza por salirse de la norma, lo que en su circunstancia equivalía a ser
demasiado poeta y demasiado puta.
Es
verdad que en la biobibliografía de Agustini se han querido acentuar los tintes
eróticos de su poesía y existencia. Si bien el eros es un asunto importante en
su obra —algo por otra parte muy común en las poetas hispanoamericanas, donde
la sociedad es implacablemente restrictiva con la sexualidad femenina—, desde
luego no es el único, aunque el montaje No daré hijos, daré versos lo subraya
con específica intensidad como detonante de la infelicidad interior de la poeta
y de su posterior y brutal fin. Dejando esa limitación a un lado —pues tal nos
parece, ya que la obsesión por la escritura fue otro de los impulsos esenciales
en la obra de la uruguaya—, el texto de Marianella Morena, dirigido por ella
misma, es de un alto interés en concepto y desarrollo; no es de extrañar que
haya sido premiado en su país y lo cierto es que ha sido una fortuna poder
verlo en Santander, dentro de la programación del Palacio de Festivales de
Cantabria.
Seis
actores —tres mujeres, tres hombres— y tres actos dan cuerpo a tres momentos
cronológicamente diferenciados de la vida/muerte, antecedentes y legado de la
poeta uruguaya. En el primero de ellos se recrea la escena final, el cuartucho
de pensión donde Delmira fue asesinada por su ex esposo y sin embargo amante,
con la angustiosa retahíla de reproches y escalada de tensión entre ambos; los
dos papeles se convierten aquí en seis con gran efectividad, recreando los
diversos matices de la desolación y el desgarro y la angustia y la ira entre
ambos. En el segundo, con cambio de vestuario y mobiliario incluidos a la vista
del espectador, se nos traslada hasta una ácida visión del entorno familiar y
social de Delmira, con el hombre como piedra angular del orden y la mujer como
oveja sumisa que, si descarriada, debe ser sometida. En el tercer acto, con
nuevo cambio radical y actualización de vestuario, asistimos a la subasta de
algunos objetos personales de Delmira —cartas, la pistola letal, una grabación
relativa al alquiler de la pensión— adquiridos por particulares, pues el gobierno
uruguayo se desentiende del testimonio patrimonial de su poeta.
Morena aporta una obra intensa, angustiosa por momentos, satírica en otros —aunque de una sátira heladora—, trazando conexiones entre el coste de la creatividad artística y su percepción social, entre los papeles asignados y el precio de su transgresión, entre las frustraciones íntimas y su proyección al exterior; también, por supuesto, aborda las formas del terrorismo machista, que no parecen haber cambiado un ápice en los cien años transcurridos desde la muerte de Agustini.
Morena aporta una obra intensa, angustiosa por momentos, satírica en otros —aunque de una sátira heladora—, trazando conexiones entre el coste de la creatividad artística y su percepción social, entre los papeles asignados y el precio de su transgresión, entre las frustraciones íntimas y su proyección al exterior; también, por supuesto, aborda las formas del terrorismo machista, que no parecen haber cambiado un ápice en los cien años transcurridos desde la muerte de Agustini.
La
autora nos propone una visión tan audaz como multidisciplinar, implicando a sus
actores —excelentes todos ellos, por cierto— en un agotador tour de force de
cambio de registro e incluso de empleo de su voz en pasajes cantados. En suma,
una obra inquietante y estremecida, conmovedora y reivindicativa, que esgrime
como bandera la terrible mordaza social y sexual que denuncia y pisotea.