Estados
Unidos nunca deja de ser noticia. De un modo u otro, las barras y estrellas
siempre nos acompañan en nuestra vida cotidiana como un elemento imprescindible
de nuestro devenir intelectual y existencial: el cine americano, el musical
americano, el idilio del sueño americano, la falacia del sueño americano, el
veto americano en las decisiones internacionales, el intervencionismo
americano, la ciudadanía americana, la bandera americana, las series de
asesinos psicópatas americanas. Tanto es así que el adjetivo americano ha
venido a suplantar la identidad verdaderamente americana, cuando en realidad
deberíamos hablar de lo norteamericano. A todos los asuntos diarios que suscitan
nuestra atención desde las tierras del Imperio deben sumarse en los últimos
tiempos dos más: las elecciones (norte)americanas y los premios Nobel
(norte)americanos. Con los Nobel norteamericanos suele darse una circunstancia
curiosa: no hay razón aparente para dárselos, pero se los dan. El propio Barack
Obama, en un programa de televisión muy reciente al que se ha prestado con gran
sentido del humor en una cadena de su país, afirma cuando le preguntan por qué
le han dado el Nobel de la Paz que realmente no sabe por qué. De Bob Dylan este
año cabría decir algo parejo respecto al Nobel de Literatura, y parece que
incluso él mismo tácitamente lo piensa porque se está haciendo el sueco ante
los propios suecos —eso sí tiene mérito— que le reclaman para homenajearlo.
Si de
Literatura hemos de hablar, por fuerza no hay que buscar entre cantautores más
o menos afortunados, más o menos entrañables para una determinada generación
lastrada, precisamente, por pretéritas y cuestionables decisiones norteamericanas
de calado mundial. La añoranza es mala consejera y se agrava con la edad: te
encuentras un dinosaurio dentro de tu cuarto y luego no sabes cómo echarlo; si
encima toca la armónica, molestará a los vecinos. Es mejor buscar un escritor.
Las
«quinielas» del Nobel barajan cada año los nombres de varios autores
norteamericanos, específicamente novelistas, más que poetas. La apuesta que más
suele sonar es la integrada por los eternos candidatos Philip Roth (la mítica y
controvertida El lamento de Portnoy le abrió las puertas de la crítica en
toda su extensión y, por supuesto, obras como La mancha humana o La conjura
contra América suman a su favor) y el enigmático e invisible Thomas Pynchon
(por su gran e indigesto Arco iris de gravedad). A su misma generación
pertenecen y también son apreciados Cormac McCarthy (es notable su Trilogía de
la frontera) y Don DeLillo (Ruido de fondo, Libra, Submundo, de quien me
gustan mucho más su certeros ensayos que sus tediosas novelas). Todos ellos
recogen el testigo de una tradición de grandes narradores: Malamud o Bellow en
el caso de Roth, Gaddis si pensamos en Pynchon, un austero Faulkner en el caso
de McCarthy; DeLillo, por suerte o por desgracia, es inclasificable, aunque no
ha faltado quien lo tildara de hermano menor de Pynchon, que a su vez sería un
hijo deforme de Joyce. En su estela de edad y estética cabe citar también a
Robert Coover (La fiesta de Gerald), admirador de Beckett y Joyce, posmoderno
de solera. Sin embargo, es evidente que Bellow o Faulkner o Gaddis tienen
infinitamente mayor interés que sus epígonos: nuestros candidatos practican una
prosa de manifiesta pulsión sexual (por no decir obsexión: Roth y Pynchon pueden
llegan a caer, y de hecho caen con recurrencia, en un manifiesto y egocéntrico mal
gusto; en especial Roth causa sonrojo en sus últimas novelas) y una suerte de
realismo o detallismo «confortables» que ha sido criticada por autores más
jóvenes y experimentalistas como Nicholson Baker (La entreplanta), William
Vollman (Europa Central) o el suicida David Foster Wallace (La broma infinita)
o, desde otra atalaya bien diferente, por escritores atentos a la tradición
decimonónica como el exitoso Jonathan Franzen (Las correcciones, Libertad,
Pureza). Paul Auster, también de más reciente hornada, es otro de los
embajadores de la novela norteamericana más consumida fuera de su país, con una
obra impregnada de magia que ha ido decayendo con cada nuevo título publicado
(nadie puede afirmar realmente cuántos libros ha escrito Auster, que empiezan a
rondar el infinito). Pocos de estos autores, sin embargo, llegan a dar cuerpo
plenamente a aquella revolución que predicó Steiner en su ensayo ¿Tolstói o
Dostoievski?, según la cual la decadencia de las potencias europeas propició
la brillantez de la novela norteamericana. Steiner hablaba entonces de los
grandes novelistas del XIX y comienzos del XX, que hoy resultan maestros ya muy lejanos con hijos
vagamente acomodados (aunque siempre hay excepciones: no puedo dejar de pensar en la tersa y admirable limpieza de John Williams o James Salter, de quienes un amigo mío malévolo dice que escriben tan bien que no parecen norteamericanos).
Este
panorama eminentemente masculino deja de lado la aportación de las grandes
escritoras norteamericanas, con no poca
frecuencia más interesantes que sus compañeros de oficio. Tal vez
intencionadamente se suele enfatizar la obra de escritoras irregulares: la
prolífica y reivindicativa Joyce Carol Oates, que es quizá el ejemplo más obvio
—también eterna candidata al Nobel—, por no hablar de Toni Morrison, instalada
en el mismo argumento políticamente correcto desde hace décadas (Beloved, Volver), o Marilynne Robinson (Gilead). Las excelsas aportaciones de
escritoras como Carson McCullers (El corazón es un cazador solitario),
Flannery O’Connor (Sangre sabia) o Grace Paley (curiosamente, todas ellas
despuntaron en el cuento) se ve mejor representado por autoras como las
veteranas Cynthia Ozick (igualmente cuentista), Joan Didion (El año del
pensamiento mágico) o la acerada Janet Malcolm (El periodista y el asesino),
la irónica Lorrie Moore (Al pie de la escalera), la original Lydia Davies
(Samuel Johnson está indignado), la joven Nicole Krauss (La gran casa)… o
el fenómeno editorial del último año, la gran Lucia Berlin, también muerta
recientemente en circunstancias lamentables, cuya recopilación de relatos
Manual para mujeres de la limpieza es sin duda un libro tan sorprendente como
imprescindible.
En el terreno poético, Anne Carson —de nuevo una mujer— es una de las piedras angulares de la escritura norteamericana en verso (Decreación, Eros), lo mismo que Louise Glück, Fanny Howe (que yo sepa, sin traducir en España) o Sharon Olds (Satán dice, Los muertos y los vivos), aunque Carson —stricto sensu, canadiense de origen, si bien está radicada en Estados Unidos y allí ha escrito la totalidad de su obra— posee una sabiduría innata que la sitúa muy arriba. Su singular exploración del amor, del yo, del conocimiento, unida a su dominio de los recursos de los clásicos grecolatinos, la antropología, la historia o el ámbito de la publicidad, la convierten en un raro animal merecedor de un Nobel, pero sobre todo de una lectura muy atenta de sus libros y hasta de su Autobiografía de rojo, novela en verso.
La norteamericana ha sido esencial en el devenir de la poesía del siglo XX: con la obra de Ezra Pound, de T.S. Eliot muy especialmente, de Wallace Stevens, de W.H. Auden, de E.E. Cummings… se abrió una nueva puerta al lenguaje que se enriqueció con las aportaciones de mujeres de poderosísima personalidad vital y literaria: la delicadeza de Hilda Doolittle, el lúcido tormento de Sylvia Plath, la reivindicación de Adrienne Rich, la sublime fiereza de Anne Sexton… que derritieron la frialdad conceptual de sus colegas masculinos en pro de un concepto muy próximo a lo confesional mas no por ello menos riguroso. Quizá en la poesía, en la verdadera poesía, más que en la prosa, radique el valor más indiscutible de la literatura norteamericana actual. Pero la poesía es poco amiga de los focos y los suecos suelen dictaminar con poca luz. Al lector corresponde rasgar la duda y la tiniebla.
En el terreno poético, Anne Carson —de nuevo una mujer— es una de las piedras angulares de la escritura norteamericana en verso (Decreación, Eros), lo mismo que Louise Glück, Fanny Howe (que yo sepa, sin traducir en España) o Sharon Olds (Satán dice, Los muertos y los vivos), aunque Carson —stricto sensu, canadiense de origen, si bien está radicada en Estados Unidos y allí ha escrito la totalidad de su obra— posee una sabiduría innata que la sitúa muy arriba. Su singular exploración del amor, del yo, del conocimiento, unida a su dominio de los recursos de los clásicos grecolatinos, la antropología, la historia o el ámbito de la publicidad, la convierten en un raro animal merecedor de un Nobel, pero sobre todo de una lectura muy atenta de sus libros y hasta de su Autobiografía de rojo, novela en verso.
La norteamericana ha sido esencial en el devenir de la poesía del siglo XX: con la obra de Ezra Pound, de T.S. Eliot muy especialmente, de Wallace Stevens, de W.H. Auden, de E.E. Cummings… se abrió una nueva puerta al lenguaje que se enriqueció con las aportaciones de mujeres de poderosísima personalidad vital y literaria: la delicadeza de Hilda Doolittle, el lúcido tormento de Sylvia Plath, la reivindicación de Adrienne Rich, la sublime fiereza de Anne Sexton… que derritieron la frialdad conceptual de sus colegas masculinos en pro de un concepto muy próximo a lo confesional mas no por ello menos riguroso. Quizá en la poesía, en la verdadera poesía, más que en la prosa, radique el valor más indiscutible de la literatura norteamericana actual. Pero la poesía es poco amiga de los focos y los suecos suelen dictaminar con poca luz. Al lector corresponde rasgar la duda y la tiniebla.