Inicio con esta una sección de las que caprichosamente se
se me antojan de cuando en cuando. En esta ocasión abro compartimento
para las películas que nos quieren vender como obras maestras y que en realidad
son un truño. Ya llevo viendo varias seguidas, en concreto en las últimas
semanas ya me he tragado dos: Joven y bonita, de Ozon (insustancial, incoherente,
innecesaria, fetichista, machista, repipista) y un nuevo revolcón que en España se ha llamado Paulina (2015), cinta argentina de Santiago Mitre, que también
ha circulado como La patota, y que además es un remake de otra cinta de 1961, dirigida por Daniel Tynaire. Paulina va de una niña bien, hija de juez,
abogada con futuro que, sin saber muy bien por qué, aparece discutiendo con su
padre a causa de su decisión de marcharse a enseñar «política» (sic) en una
escuela marginal de un pueblo perdido en lo más remoto de Argentina. La niña bien
—que en realidad tiene ya sus 30 años, al menos como aparece en la peli, así
que ya no es ni mochilera— se va a la escuela marginal y allí pregunta a una
caterva de ignorantes semidelincuentes si Argentina es una monarquía. También
les intenta convencer de que ella no manda en clase, que en realidad está a su
servicio. Se ríen de ella —no es para menos— pero esto en concreto sí se lo
creen. Tras fracasar estrepitosamente en su actividad docente en su veta
política —porque a los chicos marginales de la escuela marginal les importa un
rábano qué es Argentina, algo que por otra parte es muy difícil de saber—
Paulina se dedica a merodear «sensatamente» por la noche por aquellos caminos
dejados de la mano de Dios hasta que la intercepta una «patota» —vamos, un
grupo de tipejos de la canalla que asiste a sus clases frustradas— y entre
todos la violan. Paulina llora y tal y se retira a casa de su padre a reponerse
de la cosa, hasta que decide recomponerse y volver al agujero. Sí, quiere
volver al agujero tras sufrir una violación múltiple, como que no hubiera
pasado nada. Paulina tiene novio pero lo deja, porque él quiere denunciar y
coger a los violadores y ella le dice que con esa actitud la agobia. Su padre
quiere intervenir desde su posición, pero tampoco le deja. En una extraña y
soberbia pataleta, dice que no a todo lo que le proponen con sentido común
porque... ¡¡ella quiere hablar con los violadores!! Además, ha quedado
embarazada tras el suceso y decide tener al niño, porque dice que ya que eso está
ahí no se lo va a quitar de encima. Va a ver al cabecilla del grupo —un tipo
que trabaja en un aserradero— y le dice que no lo quiere denunciar, que solo
quiere hablar con él. El tío la mira como si estuviera loca, porque es obvio
que lo está. Paulina le quiere explicar seguramente el Imperativo Categórico al
violador del aserradero, pero el tipo no acude a la cita, probablemente porque
piensa que Kant, a quien no conoce de nada, es un coñazo, y además tiene miedo
de esa tía que está como un cencerro. El padre de Paulina toma cartas en el
asunto y manda capturar a los tipos. Paulina asiste a la rueda de
reconocimiento y, aun sabiendo que son ellos, lo desmiente para que queden
libres y sigan campando por sus fueros y violando a más dementes como ella.
Dice que cuando hay pobres de por medio se aplica la justicia en lugar de
buscar la verdad. Todo muy normal. Al final se va a vivir al poblacho, no
sabemos si con el ánimo de explicar la división de poderes de Montesquieu o la
trascendencia del ser y el tiempo heideggerianos a los delincuentes, mientras
de paso da a luz al vástago del animal del aserradero. La crítica dijo de esta
película, que recibió multitud de premios en numerosos festivales, que es la
historia de una mujer valiente que toma posesión de su cuerpo en un ejercicio
de libertad que el sistema pretende sustraerle. Toma ya. A todo esto, no se
entiende de la misa la media, porque el buenismo español se niega a subtitular
las películas hispanoamericanas, a pesar de que las tres cuartas partes de la
cinta son ininteligibles, ya que no estamos familiarizados con la jerga del
cerdo del aserradero ni con la de la chusma de la escuela de delincuentes
marginal. Dolores Fonzi desperdicia un buen trabajo en una película técnicamente
anodina y argumentalmente absurda, sin penetración psicológica alguna, tediosa,
previsible (salvo la pedrada mental de la niña pija), que ni siquiera es capaz
de esbozar un alegato político plausible. O sea, que por un momento pensé que
no hubiera estado del todo mal que Chuck Norris hubiera figurado en el reparto.
Jo, qué noche m’asdao, Mitre. No vuelvas a hacer otra «patata» así, porfa.