Una
de las citas más esperadas en la nueva programación del Palacio de Festivales,
dentro de su sección de música, era el concierto de la violinista rusa Viktoria
Mullova, acompañada de la Insula Orchestra, de raigambre francesa, dirigida por
Laurence Equilbey. El programa fue de los que gustan a todo público: en la
primera parte, el bonito y difícil Concierto para violín en Re Mayor Op. 61 de
Beethoven; y en la segunda parte, la pizpireta Sinfonía Italiana de
Mendelssohn.
Mullova
ya es conocida presencialmente en Santander; de hecho, estuvo hace un par de
veranos en nuestra ciudad en el marco del FIS con su peculiar visión de piezas
brasileñas que acababa de grabar en su disco Stradivarius in Rio. En esta
ocasión, abordaba un repertorio bien distinto, y ello se hizo patente en su
ejecución, menos relajada y más adusta: y es que, aunque la rusa no resulta
especialmente lejana con el público, sí que interpreta desde una cierta
distancia, sugerida por su intenso –y perceptible– grado de honda
concentración. Algo que no le resta expresividad en absoluto, pero que la
coloca en un pedestal un tanto impenetrable a pesar de su naturalidad. Mullova
nos regaló una exquisita y esforzada versión del concierto beethoveniano, y
mostró una buena compenetración con la orquesta, en una obra que, aun otorgando
al violín una voz poderosísima, precisa apoyarse en el resto de instrumentos
para desplegar toda su belleza. Mullova superó sobradamente la prueba, con
magnífico fraseo y oportunos y bien distribuidos ataques, a pesar de alguna
ligera desafinación ocasional y del aturdimiento momentáneo que le causó el
sonido de ¡tres móviles consecutivos! en la sala, a todo volumen, en mitad de
un adagio que estaba resultando delicadísimo. Es una verdadera lástima, a la
par que algo totalmente incomprensible, la falta de respeto que ciertos
espectadores continúan demostrando en los auditorios y teatros españoles con
sus teléfonos.
La
Insula Orchestra, de integrantes de notable juventud en su mayoría, sonó
compacta, firme, rotunda y elegante al tiempo. Sin duda, es una orquesta que,
sin hallarse aún en su plenitud, nos ha de deparar muy buenas sorpresas en
tiempos cercanos. Lamentablemente, la calidad de sus instrumentistas no corrió
pareja con la competencia de su directora, Laurence Equilbey, que mostró un
brazo izquierdo como entablillado y que se limitó a señalar con su parca mano
derecha las principales entradas de las secciones orquestales y las intensidades,
sin extraer el color de los instrumentos ni los planos ni texturas de unas
obras que bien lo merecían. Por fortuna, la Insula Orchestra llevaba el piloto
automático instalado y logró que el concierto fuera realmente disfrutable a
pesar de la práctica ausencia de dirección.
En
respuesta a los aplausos de la sala se ofreció como propina una pieza de
Beethoven, Las ruinas de Atenas, cuya rareza –pues es escasamente
interpretada en auditorios– fue de agradecer.