Película
islandesa que obtuvo el reconocimiento como mejor película en el Festival de
San Sebastián de 2015. No hay tregua para el desarraigo y la aspereza en esta
cinta que casi es la primera experiencia cinematográfica de su director, con
excepción de algún escarceo anterior con el cortometraje. El mundo quebradizo
de un adolescente sensible, Ari, aficionado a la música y de modales pausados,
se ve súbitamente expuesto a la cruda y gélida luz de los fiordos, donde es
abandonado por su casquivana madre al cuidado de su padre, al que hace años que
no ve. El aterrizaje de Ari contra el suelo es demoledor: el trabajo en una
pestilente fábrica de pescado, la visión de borracheras y obscenidades
continuas en el entorno de la casa paterna, el desapego de los muchachos de su
edad, más obsesionados por el sexo y las drogas que por una existencia acorde a
su edad, acorralados ellos mismos por el entorno hostil…. todo ello es
retratado con poética fiereza por una cámara implacable que capta las aristas y
matices del sucio gris del día que no anochece nunca, en una tierra condenada a
una meridiana desesperanza en la que tampoco se pone nunca el sol. Grandes
interpretaciones del padre (Ingvar E. Sigurdsson) y Ari (Atli Óskar Fjalarsson)
subrayan un drama real, sin sensiblería ni aspavientos, en un entorno que
funciona como metáfora de la deshumanización de la vida contemporánea, también
de la complejidad de las relaciones entre las personas que deberían estar más
próximas. Una película interesante, sencilla en su planteamiento pero muy bien
resuelta, que nos sugiere que no perdamos de vista a su director.
Tráiler: