Riesgo y emoción dominaron la gran jornada inaugural de esta
LXV Edición del Festival Internacional de Santander. Riesgo, porque una
bachiana Pasión según Mateo a comienzos de agosto, en un entorno de descanso
estival poco propicio a la estricta ubicación temporal y litúrgica de
aflicción que en realidad supone una Pasión, obviamente vinculada a la
Semana Santa, añadido a la
duración y densidad de la obra, supone todo un reto. Emoción, por un lado,
porque las oportunidades de gozar en vivo de esta inmensa obra son escasas,
máxime con la calidad que hacía presuponer la versión a cargo del Maestro John
Eliot Gardiner con sus English Baroque Soloists y el Monteverdi Choir; por
otro, porque sumergirse en la hondura espiritual de la PSM en estos tiempos de
desazón y desafecto que se viven a todos los niveles supone una reconciliación
con la civilización, con los principios más esenciales y encomiables del ser
humano y con los presupuestos del arte como consuelo y fuente de elevación y
belleza.
Decir Gardiner y decir Bach es hablar de un binomio
perfecto, de un mecanismo de relojería que funciona a la perfección, pero con
esa extraña perfección de los carillones de las iglesias antiguas, en que lo
exacto se complementa con la expresividad y la entrega: porque no solo hay
técnica, sino un gran hombre que siente y vibra con lo que hace, con aquello a
lo que ha dedicado una gran parte de su vida, estudiando con rigor, plena
dedicación y amor. Ver al Maestro dirigiendo y silabeando al mismo tiempo el
texto de la obra da una idea de la compenetración del director con la obra
bachiana. Gardiner no se limitó, pues, a dirigir, sino a siluetear con
precisión asombrosa cada minúsculo matiz, por supuesto de la orquesta y del
coro, pero incluso de la interpretación de los solistas.
De la PSM de Gardiner se pueden resaltar muchos aspectos,
pero por cuestión de espacio señalaremos solo algunos. Entre ellos, el enorme
acierto que supone despojar de partituras a todos los cantantes en el
escenario. La intensidad interpretativa de coro y solistas se multiplica
infinitamente, y con ello la naturalidad en sus oscilaciones entre el arrebato,
la furia, la ternura y la piedad, en una obra que combina con pasmosa sabiduría
los sentimientos más contradictorios del ser humano individual y colectivo.
También debe subrayarse el exquisito sentido teatral que de la PSM expone
Gardiner, moviendo los distintos elementos vocales como sobre un tablero de
ajedrez, alejando y acercando a los solistas conforme a su texto, haciéndolos
entrar y desaparecer de escena con acierto absoluto. En la misma línea, trabaja
Gardiner la disposición del coro, en dos bloques compactos y enfrentados, y la
orquesta en paralelo, de la que se permite extraer a primera línea instrumentos
solistas para dialogar con las voces protagonistas.
Descendiendo al detalle, debe alabarse sin excusa la
memorable intervención del Evangelista, James Gilchrist, con una voz de
precioso timbre aterciopelado, perfectamente colocada y proyectada, con una
articulación magnífica, y que además cantó también sin partitura, deleitándonos
con una identificación emocional con su personaje como pocas veces se ha visto
y se verá en Pasión alguna. Impresionante. El Cristo de Stephan Loges, sin llegar
a tan excelso nivel, nos regaló no obstante unos pasajes de sobriedad y solemne
aflicción decididamente satisfactorios con su bello instrumento, de una
envolvente calidez, manejado con excelente técnica y adecuada expresión de
sentimiento. Frente a estas voces tan reseñables, cabe decir en cambio que el
resto de solistas no estuvo a la misma altura. Salidos de las filas del coro,
por expresa elección del Maestro Gardiner, que concibe así sus PSM, lo cierto
es que trabajan muy bien su sección declamatoria, y en sus arias —también minuciosamente
dirigidas por Gardiner— logran momentos de nostálgica emotividad, pero en
ocasiones sus voces resultan pequeñas en su diálogo con el instrumento de
turno, de modo que aunque cumplen con el sentimiento de cada pasaje de la obra,
nos quedamos un poco ad portas en arias sublimes del Kantor como «Buss und
Reu», «Aus Liebe» o «Erbarme dich».
Instrumentalmente, la orquesta estuvo impecable, según
costumbre: flexible y atenta a los infinitos colores de la partitura. Hay que
mencionar la ensoñada melancolía del violín de Kati Debretzini y la íntima
fiereza de la viola de gamba de Reiko Ichise.
El Coro Monteverdi fue quizá la suprema delicia de la noche,
con entradas perfectas, exquisitas dinámicas, maravillosas gradaciones de
volumen, con ataques sobrecogedores como un soberbio «Sind Blitze», unos
hermosísimos «O Haupt voll» y «Wenn ich einmal»... Para qué seguir enumerando.
Nos pusieron a sus pies.
Por último, se hace preciso también mencionar las acertadas
intervenciones de los niños de la Escolanía Easo, que abrieron y cerraron la
Pasión en bloque compacto junto al Monteverdi Choir sin desentonar ni un ápice
en belleza y musicalidad.
En suma, una noche conmovedora y especialísima que esperamos preceda a otras no menos atractivas en esta nueva edición del FIS.
En suma, una noche conmovedora y especialísima que esperamos preceda a otras no menos atractivas en esta nueva edición del FIS.