El deseo y el miedo son —lo he escrito en alguna otra
ocasión— los motores del mundo, o al menos del mundo de los humanos. El deseo y
el miedo comunes se acentúan en épocas de cambio, en periodos en que se percibe
que nada es como era, en viajes cuya nave intuimos que tiene el timón
abandonado y que su casco es más bien cáscara arrojada a la deriva. En esos
naufragios iluminados que acaban por llegar a alguna costa, se entremezclan
elementos que rozan el delirio temeroso de lo que termina con otros que
exacerban el gesto de apurar hasta las heces los jirones de lo que aún no se ha
marchado, de lo que se está marchando. En condiciones extremas se subraya la
cohabitación grotesca y aterrorizada de los ángeles y los demonios, de la
belleza y el espanto, de lo onírico y lo devastado.
El universo de ese pintor que conocemos como el Bosco tiene mucho de esos factores contradictorios, quizá lúdicos, quizá admonitorios.
Nunca llegaremos a saber el verdadero alcance de los miedos y deseos del
artista de ‘s-Hertogenbosch, quiero decir, su proporción exacta. De ambos fue
esclavo, y en muy alta medida; pero en combinación con una personalidad que a día
de hoy aún nos resulta bastante enigmática —«inaccesible», sentenció Erwin
Panofsky—, es imposible determinar hasta qué punto el Bosco denunciaba o zahería
o se lamentaba o simplemente exhibía lo que sucedía en su entorno, sumido en una
absoluta descomposición que, paradójicamente, bajo su gangrena albergaba un
tiempo nuevo. Hyeronimus Bosch bailó su zarabanda final, su danza de la muerte,
en pleno otoño de la Edad Media, por usar la infalible expresión de otro holandés
genial: Johan Huizinga. Asistiendo, pues, a la caída de la hoja del árbol del
viejo mundo y a la eclosión de los albores del naciente, el Bosco se abrazaba a
sus pinceles, pero no de un modo vulgar o prosaico, como sus vecinos de camino
de destrucción, sino con un método bien particular. Huizinga supo describirlo
muy bien, aun sin referirse directamente al Bosco: «El simbolismo era el órgano del pensamiento medieval. El hábito de ver
todas las cosas sólo en su conexión significativa y en su relación con lo
eterno, mantenía vivo en la esfera del pensamiento el brillo de los colores
cambiantes y la borrosidad de los límites […] La exacerbada fe de aquel tiempo
quería traducirse siempre y directamente en fogosas y plásticas imágenes
sensibles. El espíritu creía haber comprendido el milagro, tan pronto como lo
veía ante sus ojos […] El exceso de representaciones a que había reducido casi
todas las cosas del pensamiento medieval ya en su otoño, habría sido
simplemente una desatada fantasmagoría, si cada figura, si cada imagen no
hubiese tenido más o menos su puesto en el gran sistema general del pensamiento
simbólico». Así pues, el simbolismo es el lenguaje tan lógico como
inevitable que el Bosco emplea para advertirnos del fin de una era de «realismo
platónico».
Únicamente así es como podemos acercarnos —más difícil se
hace comprender— a un artista que hace gala de una creatividad desbordante,
cuya compleja imaginería ha derrotado las especulaciones de decenas de
estudiosos y eclipsa con frecuencia la exuberancia de su preciosista técnica,
rica en texturas y audaz en extremo en composición y color. El Bosco es
precursor de los paisajes posteriores del Renacimiento, del magnético azul
Patinir, de las fatales escenas de género de Brueghel… pero también es el Julio
Verne o el Karel Čapek del siglo XVI: inventor de artilugios fantásticos, de
naves espaciales, de seres inquietantes. El Bosco tiene mucho en común, también,
con ese artista-poeta visionario y asimismo genial que sería posteriormente William
Blake: qué similitud en ese mundo arrebatado, en esos seres torturados, en esa
luz esperanzada en lontananza, en ese sumergirse en la locura de los estratos como
de una Divina Comedia que ¿tal vez, también, conoció en detalle y admiró?
El retrato de Hyeronimus Bosch que nos ha legado Cornelis
Cort, y que guarda enormes similitudes con un grabado que también se conserva de
Jacques Le Boucq, nos presenta a un hombre de rostro inescrutable, estragado
por la edad, sencillo, con un remoto brillo irónico en sus ojos. ¿Qué leía, qué
le atraía, le gustaba la música? En sus pinturas son frecuentes las alusiones a
instrumentos, no siempre con significado precisamente benéfico. Se dice también
que de niño presenció un descomunal incendio en su ciudad que llegó a
condicionar su arte posterior, con numerosas escenas infernales en que el fuego
es protagonista indiscutible. Algo similar afirma Quignard de otro gran maestro
que ha visitado también recientemente, pero de modo más silencioso, menos mediático,
el Museo del Prado: Georges La Tour iluminaba sus cuadros con velas en dolorido
homenaje a la destrucción de su ciudad, Lunéville, por las llamas. Pero además
de incendios, el Bosco debió de presenciar muchas ejecuciones y muchas muertes
y muchas calamidades: vivió epidemias y hambrunas, y en muchas de sus obras se
perfila al fondo un patíbulo, a veces con y a veces sin ahorcados.
La extraordinaria exposición que ofrece el Museo del Prado hasta el mes de septiembre con motivo del 500 aniversario del fallecimiento del artista es una muestra indispensable, un espejo cuyo reflejo no debemos dejar de atrevernos a encarar. Acudamos a admirar los maravillosos trípticos cuya autoría interesadamente se pretende cuestionar por parte de museos extranjeros; la asombrosa Mesa de los pecados capitales; la desasosegante Extracción de la piedra de la locura en un mundo tomado por el desvarío; dibujos exquisitos como El hombre árbol; o esa tabla prodigiosamente incómoda y moderna del Niño Jesús Jugando. Miedos y deseos contemporáneos nos aguardan.
La extraordinaria exposición que ofrece el Museo del Prado hasta el mes de septiembre con motivo del 500 aniversario del fallecimiento del artista es una muestra indispensable, un espejo cuyo reflejo no debemos dejar de atrevernos a encarar. Acudamos a admirar los maravillosos trípticos cuya autoría interesadamente se pretende cuestionar por parte de museos extranjeros; la asombrosa Mesa de los pecados capitales; la desasosegante Extracción de la piedra de la locura en un mundo tomado por el desvarío; dibujos exquisitos como El hombre árbol; o esa tabla prodigiosamente incómoda y moderna del Niño Jesús Jugando. Miedos y deseos contemporáneos nos aguardan.