CORDURA ENLOQUECIDA

Reina Juana, montaje dirigido por Gerardo Vera a partir de un texto de Ernesto Caballero, visto este fin de semana en el Palacio de Festivales de Cantabria, viene a poner la guinda en el pastel de un tema en boga, cual es el de las mujeres rebeldes que luchan, en la medida de sus fuerzas, contra los mecanismos, argucias y bajezas de los hombres que dominaron sin cortapisas en tiempos poco propicios a la eclosión de «lo femenino». De este modo, personajes como Teresa de Jesús, la princesa de Éboli o Juana la Loca han resultado últimamente muy exploradas por ensayos, representaciones, conciertos, exposiciones y conmemoraciones, tal vez porque su rebeldía moral resulta golosa en tiempos de bajeza ética como los nuestros, tal vez como burda compensación por un maltrato que aún sigue vigente en muchos órdenes —si bien de modo más sutil—, tal vez al simple calor de la efeméride oportuna.
Discutible a todas luces es la versión que Caballero nos presenta de Juana de Castilla, mediante un texto más resultón que profundo, con altibajos, con saltos cronológicos un tanto incomprensibles, con omisiones y tergiversaciones históricas importantes... y muy, muy masculino. Caballero insiste hasta el aburrimiento en una desaforada sexualidad de Juana como eje central del destino de una mujer mucho más culta y poliédrica, zarandeada por intereses políticos a cuya etiología apenas se presta atención y también con indicios de una enfermedad real que ni siquiera se contempla. Hay también algunos errores gramaticales, pero en eso no entraré. Juana hace gala en escena de una cordura enloquecida que, en verdad, se ajusta como anillo al dedo de la actriz que le da vida: una Concha Velasco muy potente, que se trabaja con rendimiento su hora y media de monólogo y que se entrega al máximo al furor uterino que se le impone, con una desmesura poco verosímil en una mujer de 76 años, sin duda muy disminuida tras un implacable encierro de 46, allá por el duro 1555; año tan feraz históricamente hablando, por cierto.

Vera trabaja bien con una Juana Velasco muy despojada, sin artificios, en una escenografía en que es importante la luz y los gestos, también la hermosa música —creo que podría habérsele concedido mayor y más sugerente protagonismo— y las proyecciones sobre unos paneles estáticos de retratos de los familiares de la reina confinada, algo básicas y de las que se abusa sin necesidad.