Con el repiqueteo
del recién iniciado 2016 y la resolución del ansioso concurso por la
capitalidad cultural europea, no puede dejar de pensarse en cuál es la vivencia
real de la cultura en nuestra ciudad o cuál es el ideal que el ciudadano
alberga de su espacio diario —en este caso Santander— en relación con la
cultura. Sin intención de ejercer de portavoz de nadie más allá de mí misma,
miro con cierta tristeza un lugar en el que la cultura huele a ausencia, un
lugar desolado como aquellas alcándaras sin halcones ni azores que Mío Cid
contemplaba al emprender su destierro. En Santander, por desgracia, se han
sucedido en los últimos años dos modelos culturales que han reportado muy poco
a la ciudad: el de los fastos esperpénticos del pseudoespectáculo y el derroche
y, ahora, el de los recortes y el desaire al ciudadano. Santander sigue
instalada en una idea de cultura errónea, que pasa por la confusión con el
turismo y la caja registradora, por lo smart —qué empeño en usar una lengua
que aquí se habla tan mal— a base de logos copiados de internet y anillos que
se frustran en un entorno de cajones vacíos. Quizá andamos sobrados de espacios
y parcos de ideas, quizá se extienden cheques para fruslerías y se escatima el dinero en la
calidad de la programación de los centros culturales, quizá se prometen
acciones que acaban en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Lo cultural debería ser una vivencia íntima más que un postureo o un compromiso o mera política. Personalmente, y atendiendo al propio étimo de cultura, apostaría por una ciudad con respeto a la naturaleza —sabemos demasiado de talar árboles y romper la vista de la bahía en lugar de cultivar belleza—, con respeto a la identidad propia —no hablo de ser provinciano, sino de valorar nuestra historia y peculiaridad—, con respeto a la inteligencia del ciudadano en programaciones y actividades ad hoc, con respeto al patrimonio de nuestra comunidad por encima de intereses personales y el subsiguiente empleo de nuestros recursos —económicos, instalaciones…— en ese propósito. A ver si al final mi espacio ideal de cultura va a ser un espacio de respeto.
Lo cultural debería ser una vivencia íntima más que un postureo o un compromiso o mera política. Personalmente, y atendiendo al propio étimo de cultura, apostaría por una ciudad con respeto a la naturaleza —sabemos demasiado de talar árboles y romper la vista de la bahía en lugar de cultivar belleza—, con respeto a la identidad propia —no hablo de ser provinciano, sino de valorar nuestra historia y peculiaridad—, con respeto a la inteligencia del ciudadano en programaciones y actividades ad hoc, con respeto al patrimonio de nuestra comunidad por encima de intereses personales y el subsiguiente empleo de nuestros recursos —económicos, instalaciones…— en ese propósito. A ver si al final mi espacio ideal de cultura va a ser un espacio de respeto.