Del riesgo que conlleva adaptar a
las tablas una película multipremiada y fabricada al milímetro para gustar,
como fue El discurso del rey (Tom Hooper, 2010), se puede salir más o menos
airoso si se acierta con el tono adecuado del género. En el caso del montaje
que dirige Magüi Mira, y que hemos podido ver esta semana en el Palacio de Festivales, puede concluirse que subraya ideas importantes aunque no las
desarrolla, que aporta nuevas perspectivas, que tiene buenos logros y pesados
desaciertos.
El tono del montaje oscila entre
el teatro dentro del teatro —los personajes están siempre presentes en escena,
al fondo o en un lateral, nunca la abandonan— y el musical, tanto por las
coreografías que se suceden como por el acentuado ritmo de los diferentes
cuadros, marcado preferentemente por diversas variantes —instrumentales y
cantadas— de la «Canción del frío» del Rey Arturo de Henry Purcell. Desde este
doble bisel se apunta también una obra que nada entre lo dramático y lo cómico,
pues su esencia es densa y relevante —no suficientemente exprimidos los asuntos
importantes: el peso de la guerra, el contexto sociopolítico, el papel privado
y público del rey en ese momento crucial de la Historia—, pero su expresión es
distendida, deudora de lo amable. No obstante lo apuntado, hay una cierta
espontaneidad, una frescura que resulta grata, pese a no apartarse en exceso de
su antecedente cinematográfico.
El planteamiento escénico es
sencillo pero eficaz: pocos elementos pero bien empleados —las sillas, los
artilugios colocados en la corbata—, decorado sobrio a base de telas con
mínimas variaciones, buen uso de la luz, vestuario atinado, perspicaz
simbología.
Es en el tema de actores y
dirección donde esconde la obra más lunares. Es evidente que el gran
protagonista de la noche es Adrián
Lastra como rey Jorge VI, a quien debe disculparse alguna excentricidad pero que,
en líneas generales, trabaja y controla muy bien su difícil papel, tanto en lo
vocal como en la expresión corporal consiguiente. El resto de personajes se
dibujan con un trazo excesivamente grueso: Isabel (Ana Villa) parece una torpe
y anticuada ama de casa, Gabriel Garbisu como el hermano David está
sobreactuado, el logopeda Logue (Roberto Álvarez) arruina su intervención con
su inverosímil campechanía y con sus continuas e innecesarias palabras
malsonantes (que paradójicamente hacen reír al público), Lola Marceli dibuja,
aun con cierto estilo y buena presencia, una Wallis Simpson histérica y
ridícula y, al fin, Ángel Savín hace doblete aceptable como Jorge V y como
Churchill en un único papel que solo los distingue por el cambio de corona a
sombrero.
En suma, se trata de un montaje
correcto donde puliendo aspectos de dirección y texto se podría lograr un
trabajo mucho más coherente. También beneficiaría acortar un poco la duración
—seguramente se podría prescindir de 20 o 30 minutos— y hasta el propio discurso del
rey, pues el auténtico dura 5 minutos y no 9, como se dice en la obra; está en
internet a disposición de quien quiera escucharlo. Dios salve al rey y a sus
contiguos.