Muchos fueron quienes en este fin de semana se quedaron con
un palmo de narices al asistir a La ópera de cuatro notas, espectáculo
incluido dentro de la programación de otoño del Palacio de Festivales. Y tal me
parece por cuanto se contaron por decenas los espectadores que desertaron —antes,
después y durante— de la representación de esta propuesta dirigida por Paco
Mir, sobradamente conocido miembro de Tricicle. Si bien pienso que la auténtica
naturaleza del montaje podía deducirse de su propio texto publicitario —lo que
justificó sin duda que la sala estuviera a medio gas ya antes de empezar la
cosa—, lo cierto es que su carácter de juguete, divertimento o cualquier otro
sustantivo que se nos ocurra y que podamos aplicarle no cuajó muy bien en el
público, provocándose así la desbandada.
Según nos explica el propio Mir en el programa de mano, la
obra nace al calor de una matinée que él mismo presenció en París a partir de
un libretito de Tom Johnson que ha conocido más de una adaptación. Mir no se ha
sustraído a la ocasión de adaptarlo a su vez y nos presenta una suerte de «gran
gag» sobre el mundo de la música, y más en concreto sobre el de la ópera, dando
cabida a chistes sobre los cantantes, la dictadura escenográfica de los
montajes operísticos, la propia estructura artística de la ópera, etc. Como en
una ópera al uso, todo se desarrolla mediante una sucesión de arias, aquí construidas
sobre variaciones de cuatro de las notas musicales (re, mi, la, si),
interpretadas por cinco voces (contralto, soprano, tenor, barítono y bajo) y
con intervención de un pianista.
El tiempo es el gran problema de esta obra. Porque en su
decurso hay lugar para la risa en alguna ocasión, para la sonrisa en varias...
y para el tedio en muchas. Mir no se percata de que tiene en las manos algo simpático
pero muy frágil, que no soporta más de 30 minutos de duración, a pesar de extenderse
cerca de 75. En su caso, lo demás —o lo de más— no es silencio sino reiteración
innecesaria, estéril prolongación de un chiste que se ha captado desde el
primer momento y no necesitamos que se nos repita durante minutos que parecen no
tener fin.
Es una lástima, porque la pieza es ocurrente y alberga
pasajes con encanto, aun en su necesaria limitación musical. Es de justicia ensalzar la labor de los cantantes-actores
(Eugenia Enguita, Ana Cristina Marco, Francisco Sánchez, Axier Sánchez y
Francisco Santiago) y del pianista Javier Carmena, que resuelven muy bien todas
las cuitas que les impone la obra y se esfuerzan con denuedo en convencer al
respetable de la sustancia dudosa de lo que están haciendo.