En esta semana acaba de clausurarse
en el Museo Thyssen de Madrid la exposición de Paul Delvaux, seguramente pintor
no conocido en exceso en España, o al menos no con la extensión e intensión que
le ha concedido la espléndida muestra del Thyssen; así me lo ha reconocido
expresamente personal del museo, a la vista de las escasas visitas recibidas. Recuerdo
que, curiosamente, una de las obras maestras del artista belga coronaba hace no
demasiados años (quizá unos cuatro) un revoltijo un tanto amarillista y fallido
dedicado al erotismo, que se exhibió fragmentado en dos sedes: el propio
Thyssen y la Juan March. Aquel cuadro maravilloso, que era como una explosión
de refinadísima sensualidad en el entorno un tanto abrupto que lo rodeaba, y sobre
el que en cierta ocasión ya escribí con motivo de uno de mis aniversarios, en
esta exposición actual —«Paseo por el amor y la muerte», la han llamado,
haciendo una fácil referencia hustoniana tal vez no demasiado motivada más allá
de su obviedad— no está presente, pero en cambio sí lo está el que de algún
modo escénicamente lo antecede; pues si la Venus entonces esplendorosa y ahora
ausente ofrecía su carne impoluta a la noche en un paisaje de figuras que
constituyen pasajes de la vida de la bella durmiente en el diván, en la actual
muestra del museo madrileño asistimos a la escena preparatoria de ese fastuoso y
onírico decorado final, a plena luz del día y con los mismos personajes pero en
actitudes diferentes, casi como en un ensayo dispositivo. Algo que me lleva —seguramente
de forma muy osada— a contradecir lo que los críticos de Delvaux suelen
subrayar con demasiada insistencia: que en sus pinturas no puede hablarse con
propiedad de historias, sino de figuras estáticas, confundiendo tal vez
movimiento (en este caso, carencia del mismo), poses y arquitecturas
petrificadas en su perfección con el verdadero fondo o el contenido de los
lienzos y tablas.
La exposición del Thyssen nos
sumerge en las fantasías, vivencias y hasta traumas de Delvaux, que con los
años irá aquilatando y perfilando no sin un cierto poso de distanciado humor.
Sus problemas con las mujeres —no precisamente el título de una canción rock—,
su concepto de la figura femenina, el desamor, la brutalidad de los tiempos
turbulentos que vivió, los trenes de la infancia, los esqueletos que le
acompañaron a modo de siniestra escolta durante sus estudios juveniles, su admiración
literaria por Jules Verne y sus entonces excéntricas ficciones, la mella
estética del expresionismo, los viajes por Grecia e Italia... Todo ello
adquiere cuerpo de lienzo y presencia metaforizada en cuadros de belleza
indiscutible que nos evocan vagamente a grandes maestros —Fra Angelico,
Chagall, Brueghel, Magritte, Tiziano, Vermeer, Fouquet...—, en colores
majestuosos aunque con frecuencia fríos, en mujeres que contemplan su propia
duplicidad ahondando en el azogue de su profundo yo o incluso en marcos sin
imagen —sustancial vacío—, en una sempiterna equívoca sensualidad —frágiles
prostitutas, exquisitos pasajes lésbicos—, en escenas nocturnas opuestas a otras
de deslumbrante luminosidad, en siluetas que nos dan la espalda forzándonos a asomarnos
a un inexplicado incendio —¿tal vez una pasión irrefrenable enfrentada a la más
estricta convencionalidad?—, paisajes sin figura y figuras sin una referencia
espacio-temporal definida. Desprende la pintura de Delvaux una atmósfera
inquietante aun en su serenidad pausada, también un vaho casi cinéfilo: sus
composiciones parecen fotogramas de películas en ocasiones futuristas y
magnéticas por su inflexible cromatismo y composición, otras se regodean en un
halo barrocamente viscontiano, otras recuerdan pasajes maestros del cine negro
en estaciones nocturnas con trenes que se alejan, otras aún se rodean de una
suerte de intangible delicadeza nouvelle vague.
Habitualmente encorsetado
en la etiqueta tan amplia como áspera del surrealismo —ese cajón de sastre
donde se mete todo lo que no tolera otra etiqueta ni tampoco exégesis palpable—,
Delvaux supo demostrar que sus intereses pictóricos y teóricos eran mucho menos
artificiales y a cambio mucho más profundos, como ha dejado bien patente la
exposición «Paseo por el amor y la muerte». Sus mujeres de enormes ojos
bizantinos, como madonnas de la modernidad, oscilantes entre la suprema
elegancia y la sublime sexualidad, superpuestas sobre escenografías ya íntimas
ya extremadamente culturalistas —protagonistas de minuciosas arquitecturas del
Mundo Antiguo—, proponen una penetración psicológica tan asombrosa como
persistente en el tiempo, tan sugerente como única en estilo, nacida artísticamente
de la prematura y atribulada contemplación del llamado Musée Spitzner en
Bruselas en 1932: atracción de feria en que una mujer de cera se presentaba
fragmentada y a la vez dotada de respiración mecánica, como si de un siniestro
ingenio se tratara. No es imposible que esa visión turbadora, que reflejó
magistralmente en uno de sus primeros cuadros, unida a sus propias experiencias
estéticas, eróticas y sentimentales, llevara a Delvaux a persistir en la tarea
—y ser capaz de lograr con creces su propósito— de retratar los más diversos
estadios de la feminidad: «lo bello y lo triste», pero también lo reflexivo y
teleológico, siempre con intelectual devoción.