Prácticamente desde que
nació, rondando ya las seis décadas de eso, siempre anduvo merodeando por los
rincones más ocultos del Edén, ese jardín que, como todos sabemos, nunca existió
más que para torturarnos y hacernos albergar el único de los sentimientos que
no se puede desterrar de nuestro corazón: el de la culpa.
En tal jardín fue
alumbrado rebelde, y bien pronto dio muestras de que no iba a defraudar al Altísimo
en pecados que purgar: entre apartados árboles, en el arranque de los
riachuelos menos puros, en la frondosidad más protectora, Nick Cave empezó a
gatear rozándose con los alambres del cercado, a atisbar a los animales más
extraños en sus pozos, y luego, ya erguido, a espiar el sonido que exhala lo
que se destruye, a cavar para extraer lo bello de lo horrendo, a señalar con
piedrecitas el camino que conduce al exterior de la falsa cárcel de marfil,
pues un error fatal podría haberlo llevado de nuevo al interior del laberinto.
Coqueteó en ese devaneo
con las drogas y el alcohol, con la expresión artística de la violencia, con la
contemplación y sublimación del horror infligido por los otros, con los abismos
y montañas rusas del amor, con la provocación escénica. Todo ello lo tradujo en
música con mejores o peores resultados hasta que comulgó con la banda con que
habría de iniciar la construcción de su propia mitología, un universo músico-poético
que, dejando a un lado algún pequeño tropiezo y alguna «deserción» inevitable,
ha constituido su cohorte de confianza: «The Bad Seeds», las malas semillas de
las que brotaron inolvidables malas hierbas en las que siempre se ha cobijado
Cave, ángel caído.
El monumental australiano
—y lo de monumental no es epíteto laudatorio sino más bien descriptivo, pues el
gentleman de ojos inquietantemente azules ronda los dos metros de estatura— nos
sedujo ya en los 80 en compañía de sus pérfidas semillas con las que
seguramente fueron sus dos primeras joyas: Your Funeral... My Trial y Tender
Prey, álbumes ambos furiosos y desgarrados. Con posterioridad, tras algunos
otros trabajos, entre los que se encuentra aunque no destaque Murder Ballads —peculiar
reescritura lírica de asesinatos reales, cantados incluso a dúo con artistas de
garra como PJ Harvey y Kylie Minogue—, no pudimos evitar que nos robara el
corazón con su intimísimo The Boatman's Call, auténtico libro abierto
autoconfesional sobre el amor —sus propios amores— y sus expresiones más
delicadas (la epístola amorosa que suplica el regreso, el cabello oscuro de la
amada sobre la almohada...). Ya en el 2001 volverá a sorprendernos con otra
gema musical, No More Shall We Part, compleja y melancólica, que para Cave
supone el resurgir de sus propias cenizas, entregado a un nuevo amor, ya
definitivo y consolidado, y el abandono de su destructiva adicción a la heroína.
En esta etapa colaborará también con grandes veteranos de la canción como
Johnny Cash o Marianne Faithfull, al tiempo que algunos de los 'bad seeds' le
dejan al frente de su aventura particular —permanece junto a él Mick Harvey—,
comenzando Cave a trazar los perfiles de una nueva andadura.
Así pues, el amor, pero
también la desorientación en un mundo sacudido por un Dios tiránico —su mención
al Creador y a la Biblia es frecuente—,
las más diversas emociones, son temas asiduos en los temas de Nick
Cave. En mitad de este no escueto quehacer musical, Cave ha realizado también
incursiones en la literatura con novelas y apuntes de viaje que, no obstante,
bien pueden pasarse por alto salvo para devotos incondicionales de todo aquello
que lleve las siglas N.C.
Precisamente por una de
estas entregas literarias —La canción de la bolsa para el mareo— y por la
presentación en España de su último disco Push the Sky Away (2013) en sendos
conciertos ofrecidos esta semana en Madrid y Barcelona —aunque quien estas líneas
suscribe asistió al que se dio el mes pasado en Edimburgo— está Nick Cave de
rabiosa actualidad. Sexto Piso es la editorial encargada de rescatar una suerte
de 'movie-novel', si se me permite lo pintoresco del término —que no género—
del que ya conocemos contenidos y no puede decirse, insisto en mi ya apuntada
percepción, que entusiasme especialmente. Sin embargo... Push the Sky Away es
otra cosa, con maravillosos arreglos de violín de Warren Ellis, y además otros
apoyos como acordeón, voces femeninas en suave eco... que dotan al conjunto de
una intangible atmósfera en que se mastica la madurez del gran compositor. Las
canciones «Jubilee Street», «Higgs Bosson Blues», «Mermaids» y «Push the Sky
Away» son sencillamente imprescindibles. Por no hablar de la bellísima portada
del cedé, en que la propia esposa de Cave, Susie Bick, desnuda y atribulada, es
expulsada por el ángel negro hacia el más blanco y más incierto abismo.
El concierto en Edimburgo
se desarrolló en un tono bien distinto a lo que describen las crónicas de los
peninsulares: casi dos horas y media de navegación sin titubeos a lo largo de
toda su carrera, con una presencia imponente —suya y de sus músicos— y una
apuesta de color escénico dramática y sobrecogedora.
Tras el colérico y
reciente Dig, Lazarus, Dig! (2009), el último disco de Cave, aun en su
brevedad —hablamos de 42 minutos—, retorna a explorar la cotidianidad de
nuestras adicciones a internet y de nuestro deshumanizado mundo con una intensa
furia contenida, con una lírica descripción de nuestra íntima debilidad, con
una onírica inmersión en la contemplación de nuestro alrededor, que conduce sin
remedio a aquella primigenia sensación que el australiano lleva cantándonos ya más
de treinta años: que estamos en los arrabales más sórdidos del Paraíso, que además
estamos solos ahí y que en mitad de ese vacío hay un camino que nos pertenece y
debemos desbrozar y descubrir.