Quizá
uno de los asuntos más molestos de la poesía es su —falsa— inconcreción. Debido
a esa inconcreción se insta incesantemente a los poetas a que escriban
terribles y aburridas poéticas capaces de ahuyentar lectores; debido a esa
inconcreción se pregunta de modo invariable a los poetas por qué escriben poesía
—algo que nunca se pregunta a un ensayista o a un articulista, verbigracia—; debido a esa inconcreción se piensa con demasiada frecuencia que algo es «poesía»
o «poético» cuando solo es almibarado o pretencioso o inconsistente. También
por esa inconcreción suele ser habitual que lo poético se vincule a otras
manifestaciones artísticas como si tal cosa. Si hay una exposición de pintura o
escultura, en seguida se llama a unos poetas para que escriban o lean cualquier
retazo ad hoc. Y para colmo ni siquiera hay mercenariado —lo del mecenazgo es
otra cosa— de por medio: lo normal es que el poeta sin sueldo, a diferencia del
más burdo asesino, cumpla su ácimo cometido con diligencia por el módico precio
de su maltrecha vanidad, consistiendo las más de las veces tal cometido en una
idea peregrina del programador o iluminado de turno: inspiraciones grotescas e
imposiciones contra naturam (por ejemplo, escribir poemas por orden alfabético
o para entornos deleznables) son el pan nuestro de cada verso, dánoslo hoy.
Así
que cuando leo que se aplica a algo el adjetivo poético me echo a temblar un
poco, casi como medida cautelar, porque venteo que el «maridaje» —como ahora se
dice— no va a derivar en nada bueno. O al menos en nada sensato.
Y
se me ocurre todo esto cuando leo en un medio de comunicación nacional sobre la
actual exposición de Chema Madoz, que en breve disfrutaré en la capital de
nuestro reino, que lo suyo es «poesía visual», empleando un sintagma que así
combinado me produce calambres y temblores varios. La poesía visual existe,
claro está y se realiza ex profeso como tal, del mismo modo que existen y se
realizan ex profeso otras muchas cosas que no vamos a enumerar ahora, que no
estoy hoy para fenomenologías ni para atormentar a lectores de suplementos
culturales. Quede claro antes de nada que me encanta la fotografía de Chema
Madoz, y que por eso mismo me asombra esa calificación tan falta de
originalidad, tan simplista y tan insustancial. ¿Por qué haría Chema Madoz poesía
visual cuando lo suyo, que yo sepa, es la fotografía? Incluso cuando Madoz emplea
la caligrafía en sus obras, no hay poesía visual; hay fotografía que persigue
un determinado efecto y que transmite —o no— un determinado mensaje. Si
quisiera hacer poesía visual, y supiera hacerla —detalle que desconozco—, la haría
y cambiaría —con poca rentabilidad, por cierto— de profesión; así pues, del
mismo modo que Francisco Pino no era fotógrafo, Chema Madoz no es poeta visual.
Un
elemento que me parece mucho más interesante en la fotografía de Chema Madoz es
el engaño, la trampa. En sentido etimológico, el 'escándalo' era en griego la
trampa con que se atrapaba al animal. De una manera muy extensa, podría decirse
que la fotografía de Madoz es escandalosa, es una trampa —una trampa «buena»—
para hacernos caer en la red de su seducción semántica, que unas veces es
intensa, otras agridulce, otras inquietante... Esa trampa que engaña al ojo en
la obra de arte, el célebre trampantojo o trompe l'oeil, por supuesto no es
original como recurso estético pero sí resulta siempre inteligente y
fascinante, como inteligente y fascinante es engañar con refinamiento, más allá
de consideraciones éticas. Los «escándalos» de Chema Madoz nos enganchan, nos
enlazan, y nos hacen retornar a la imagen, nos convierten en Orfeos que se
vuelven a buscar, con la sensación de que lo esencial quedó atrás y por ello
hay que regresar a rescatarlo.
El
primer trampantojo que me encandiló en la Historia del Arte es ese tan delicado
que se aprecia en la hermosa tabla de Antonello da Messina que se puede contemplar
en el Palazzo Abatellis de Palermo, en que una dama sentada ante un librito
abierto en un atril —tal vez la Virgen— adelanta su mano en el espacio hacia
el espectador, traspasando sólo aparentemente el marco que la encierra, manteniendo
sus labios sellados y un rostro enigmático. Cuando se rompen las reglas las
palabras sobran y el silencio se instala en su lugar. Eso ocurre en plástica, en
música, en fotografía, e incluso en poesía. Es la virtud primorosa del engaño
sutil con que la araña que todo artista lleva adentro teje la malla en que
enredar a sus espectadores o lectores y también envolverse a sí mismo. La misma
tela con que Chema Madoz, fotógrafo, se alimenta y nos sigue capturando.