Que abril es el mes más cruel y que además no es noviembre
no supone novedad alguna. Tampoco sorprende demasiado, así de entrada, que nos
digan que Don Juan Tenorio es un tipo poco recomendable, de esos que ningún
buen padre quiere para su hija, porque a estas alturas del XXI —también del
XIX, cuando Zorrilla se curró el personaje— todos sabemos que un donjuán es
eso: un cantamañanas que solo quiere metértela y después sitevinomeacuerdo. Así
que vienen ¡en abril! y nos cuentan que nos van a deconstruir el personaje de Don
Juan y que nos van a descubrir lo malo malísimo que es, y nos quedamos
perplejos. Primero, porque en abril lo de los difuntos ya no mola; y segundo,
porque nuestra capacidad de sorpresa con los clásicos revisited es limitada
—no olvidemos que hemos visto muchos engendros de Bieitos y otras hierbas— y la
historia que nos tienen que contar es muy, muy redonda para que nos encandile.
El caso es que a mí Blanca Portillo me encanta y lo mismo
Juan Mayorga, y además hasta me gusta que se revisen clásicos con miras
contemporáneas, de modo que fui al teatro con predisposición a encontrar algo
que justificara un Tenorio en primavera. Otro Tenorio más, que no un rollito. Pero... Tu quoque,
Brute? Cuchillada en las entrañas y aburrimiento supino este domingo en una
Sala Argenta llena no más que en sus tres cuartas partes.
Si la obra se presenta como el Don Juan Tenorio de José
Zorrilla, no se acaba de entender por qué no es la de José Zorrilla, más o
menos modernita, pero la del vallisoletano. Y no es tanto una violencia del
texto lo que padecemos como que entre Mayorga y los actores se cargan el verso
de la obra, en una dicción atropellada a la que es duro acostumbrarse. Hay una
escena en que el propio Don Juan, escribiendo una carta a Doña Inés, cuenta
paródicamente las sílabas de uno de sus versos con los dedos; el sufrido espectador
tiene que contar durante toda la representación. Aparte de eso: demasiada
algarabía gestual, demasiados decibelios, demasiada chusma posmoderna —caray
con los espectros de neopreno—, demasiada vulgaridad —Ana de Pantoja mode
prostituta in red, Brígida masturbando a Don Juan, Doña Inés en pelota corriendo
tras el gañán...—.
Si hablamos del montaje, es de una frialdad y ajenidad
absolutas, que ni conmueve ni aterra —lo que en sí mismo es conmovedor y
aterrador—, por no mencionar las lamentables intervenciones cantadas de una
moza soporífera que aparecía entre escenas —hubiéramos preferido fundido en
negro— cuyo significado aún no hemos logrado descifrar.
En suma, un espectáculo en que nadie era quien debía ser y
donde todos estaban fuera de lugar. Una lástima, porque el conjunto —José Luis
García-Pérez, Miguel Hermoso, Beatriz Argüello, Ariana Martínez, Juan Manuel
Lara, Marta Guerras, Francisco Olmo...— suda bien la camiseta. Pero el
único momento loable de la noche fue el cierre de la obra: el perseguido
mensaje de Portillo se sintetizó gráfica y certeramente con el escupitajo final
de Doña Inés sobre Don Juan. Lo aplaudo. Aunque acaso dos horas y media para solo ver esto es demasiado.