PPP: PROFUNDA INTELIGENCIA DEL ESCÁNDALO


Su rostro era incisivo como un bloque de mármol tallado a golpe de cincel. Quién no lo recuerda, con sus gafas de pasta acusadísimas, oscuras y geométricas, bajo cuyos lentes se prolongaban los surcos verticales de unos pómulos que confluían en una boca firme y recta. La escultura indeleble de ese rostro, paradójicamente, acabó por perder hasta la última de sus líneas de expresión por efecto de la paliza brutal que alguien —hipótesis no faltan e incertidumbres tampoco— le propinó en un arenal de Ostia, la gloriosa ciudad que tal vez fue la primera colonia latina y cuyo puerto era el orgullo de la antigua Roma. Aún hoy, cuarenta años después de aquella agresión perpetrada en la madrugada del 2 de noviembre de 1975, sigue conmocionándonos la visión del cadáver absolutamente desfigurado que descubre un policía al levantar, ante los fotógrafos implacables de la prensa, la sábana que cubría los más que maltrechos restos de Pier Paolo Pasolini.
«Escandalizar es un derecho, como ser escandalizado es un placer» fue una de sus últimas frases, pronunciadas en una entrevista televisiva poco antes de su muerte, máxima que al parecer no era compartida por quienes lo asesinaron ni por aquellos a quienes tales matarifes encarnaban. Ese deseo de subvertir lo establecido con un aliento poético pero salvaje, culto pero irreverente, fue una constante en la vida y en la producción escrita y cinematográfica de Pasolini, un ejemplo perfecto de correspondencia máxima, aun no siempre fácil de entender, entre la biografía y la obra de uno de los mayores mitos de la cultura italiana. Pasolini nunca dejó de ser el escritor —así le gustaba ser clasificado—, el poeta, el articulista, el cineasta de alto vuelo intelectual. Sus películas fueron en su mayoría declarados e iconoclastas homenajes a los grandes hitos de la cultura literaria universal: los Evangelios, la tragedia griega, la tradición árabe, la Alta Edad Media inglesa e italiana, la Revolución Francesa... hitos que reverenciaba y al tiempo asesinaba, del mismo modo que hizo figuradamente con su padre —rígido militar de tendencias fascistas a quien siempre detestó—, para descubrir su alma más actual, su atávico latido delator de pasión, contradicciones, dictaduras y violencia coetáneas. Sus elecciones temáticas, por lo demás, nunca fueron meramente culturalistas, sino que siempre le atrajo lo excesivo, la excrecencia inadaptada, lo nefando, lo perseguido, lo maldito: Cristo, Sherezade, Medea, Boccaccio, Chaucer, Sade… como controvertidos faros de una convulsa contemporaneidad.
Sin embargo, desde esta heterodoxa y lúcida atalaya, no renunció a la ternura que le inspiraba lo pequeño, lo sencillo, predicando su preferencia por una humanidad en un relativo estado de Naturaleza, alejada de una educación «burguesa», represiva y corruptora. Pasolini tenía por fuerza que saber desde su posición privilegiada que, en ese ejercicio teórico de a veces enturbiada grandilocuencia comunista, en su postulación científica de una supervivencia estrictamente animal, estaba adentrándose en un predio marginal por el que, quizá, sentía tanto una curiosidad de laboratorio como una malsana atracción. Su rebelde inmersión en un remoto dialecto italiano —amor heredado de su madre Susanna, a quien tenía como indiscutible refugio y que como tal aparece en el papel de una ya anciana María en El Evangelio según San Mateo—, su defensa exacerbada de lo popular, su búsqueda de compañía en los más humildes «chicos de la calle», su reiterado compromiso con la ética social en unos modos que lo hacían odioso por igual para marxistas y ultraderechistas, chocaban frontalmente con su culto obsesivo de mente y cuerpo, su refinada formación, su dominio de las artes marciales, su vida acomodada. «He deseado mi soledad. / Por un proceso monstruoso / que tal vez solo podría revelar / un sueño dentro de otro sueño...» Irreconciliable oxímoron que se resolvió de forma inesperada: a golpes y vejaciones bajo las ruedas de su propio deportivo.
«Que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura; / que adoro la luz solo si no ofrece esperanza», escribía de nuevo, causándonos asombro pero con íntima y total coherencia, en un poema no lejos del final de sus días. A la obra lírica de Pasolini cabe aproximarse en La religión de mi tiempo, volumen bilingüe recién aparecido en Nórdica Libros que reúne una selección de poemas publicados entre 1957 y 1971. También en este año e igualmente en Nórdica se ha rescatado Chavales del arroyo (traducción renovada de Muchachos de la calle), clásica crónica de los suburbios romanos durante el periodo inmediatamente subsiguiente a la Segunda Guerra Mundial, que constituyó en su momento una feraz fuente de inspiración para el Neorrealismo italiano. Por último, contamos también en este evocador 2015 con una antología de ensayos y artículos de Pasolini disponible en Errata Naturae, bajo el título tal vez más amarillo que afortunado de Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, y que aborda muy diversos temas —educación, cultura, televisión, política…— además de ofrecer un sabroso anzuelo: la última entrevista realizada al cineasta pocas horas antes de morir y que él mismo definió como «un testamento intelectual y espiritual».
Es evidente que la «leyenda Pasolini», que tanto ha sugerido desde la palabra, la imagen y la propia vida, no podía escapar a una revisión cinematográfica. El neoyorquino Abel Ferrara ha eludido el estricto biopic para decantarse en Pasolini por una recreación de las últimas horas del intelectual italiano —interpretado por el actor Willem Dafoe—, sin pretender ofrecer una solución clara al enigma de su espeluznante asesinato. En cualquier caso, más allá de principios y finales, el mejor recuerdo que puede brindarse a PPP es retomar en su legado su actitud agitadora, inconformista y desesperadamente libre. Nuestro aún joven pero desencantado y humillado siglo lo reclama con urgencia.