PERIFERIA Y CLANDESTINIDAD


Del mismo modo que cuando viajamos, si aspiramos débilmente a algo más que ser turistas, procuramos siquiera por unas horas adentrarnos en la periferia de la ciudad que visitamos, con el propósito de llevarnos impresa una huella más honda que la del atildado escaparate que la pérfida dama urbana coquetamente nos exhibe, con la cultura no podemos sino realizar un merodeo por sus bajos fondos si lo que buscamos es un poso similar.
Esos bajos fondos de la cultura, y en particular los márgenes de la literatura, nos adentran con frecuencia en la contradicción. En no pocas ocasiones esa contradicción deriva directamente del mal, de la misma manera que de la exploración de la periferia de la urbe nos podemos llevar no ya una experiencia pintoresca, sino directamente un navajazo que nos arrebata la vida. En la literatura, su contradicción estriba no pocas veces en su negación. La historia de la escritura, de la literatura, del libro, viene así determinada por las violencias y persecuciones que ha sufrido (silenciamientos, prohibiciones, secuestros, fogatas, destrucciones varias), por el secretismo en torno a su influencia, por la volatilidad de sus páginas, por el pragmatismo de su uso, pero también por la seducción de sus palabras, por la curiosidad ante sus aportes y caminos. La historia de la literatura, en definitiva, ha oscilado siempre entre la luz tenue del deseo y la tachadura del miedo.
En relación directa con los meandros de la literatura me viene a la memoria una fotografía que en su momento usé para una ilustrar el espíritu de una exposición que comisarié sobre las periferias del libro, una fotografía que causó estupor y hasta indignación entre los próceres que financiaban aquella iniciativa —procedentes de un entorno universitario muy concreto, supuestamente dedicado a la cultura, más bien adicto a la cultura doméstica— porque su estética y mensaje les parecía subversivo. La fotografía en cuestión no era otra que la ya clásica toma de la librería londinense Holland House tras el bombardeo alemán sufrido en 1940; en la actitud aparentemente indiferente de los lectores trajeados y elegantes que en ella aparecen, buscadores de libros ataviados con sombreros entre los estantes arrasados, late una culta resistencia contra el horror del ataque infligido a la biblioteca construida por Sir Walter Cope en 1605. Los libros, y lo que contienen, suponen la garantía de la reconstrucción futura de la dignidad en ruinas, la afirmación soberbia de que ni el fuego ni la guerra son capaces de borrar la condición esencial del Hombre: su instinto natural hacia el lenguaje, hacia la palabra escrita, hacia la cultura en toda su extensión (artística, filosófica, versal, cinematográfica…) que de ella se desprende.

Deambulando por la librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes de Madrid me encontré hace pocos días con un antiguo conocido: uno de los títulos más bellos que pueda estar en cualquier biblioteca, un canto de amor devastador y devastado, casi caníbal, por los libros y la cultura. Se trata de la reedición por parte de Galaxia Gutenberg de Una soledad demasiado ruidosa, inclasificable librito de apenas cien páginas que debemos a la pluma de Bohumil Hrabal, checo locuaz, independiente, bebedor, brillante y libre. La obra de Hrabal es tan enormemente minúscula (o al revés) que ni siquiera está adscrita a ningún género concreto, y en cuanto tal, se arrastra de modo deslumbrante por los puestos fronterizos de los grandes manuales de la literatura comm’il faut, por esas garitas donde somnolientos académicos custodian y amordazan si es preciso el tránsito de los trenes rigurosamente vigilados de la producción no autorizada.
El protagonista de Una soledad demasiado ruidosa es Hant’a, intuimos que un trasunto del propio Hrabal quien, instalado en un sótano hediondo, ve caer sobre sí resmas infinitas de libros y documentos —suponemos que arrojados, aunque no se especifica, por ese poder censor que siempre en el mundo es, será y ha sido— destinados a ser empacados y reutilizados. Hant’a destruye con infinito amor los volúmenes que se abaten sobre él, los abre por páginas hermosas antes de introducirlos en la prensadora fatal, de modo que las balas de papel salen con frecuencia extraordinariamente ilustradas. En otras ocasiones, lo que hace es sustraer las obras que deben destruirse, las salva de ser pasta informe, se las lleva a su casa y con ellas forra las paredes y los pasillos y levanta un dosel para su cama y disfruta con su posesión y lectura y se hace culto a su pesar (así lo dice, socarrón, lúcido y tierno) y a veces se muere de miedo porque piensa que esos libros se van a caer sobre él y van a sepultarlo. Sería él mismo, sin embargo, quien años más tarde se lanzara al vacío desde un quinto piso, desde una habitación de hospital cuyas paredes seguramente estarían desnudas.
«Finalmente llego a la penumbra de mi casa, me siento en una banqueta, la cabeza se me cae y acabo dormitando con los labios húmedos sobre las rodillas. A veces me quedo dormido, encogido de este modo, hasta medianoche y, al despertarme, levanto la cabeza y me doy cuenta de que tengo el pantalón empapado en la rodilla, es la saliva de haber dormido acurrucado como un gatito en invierno, como la madera de un balancín, porque yo puedo permitirme el lujo de abandonarme ya que nunca estoy abandonado, estoy solo para poder vivir en una soledad poblada de pensamientos, porque yo soy un poco el Don Quijote del infinito y de la eternidad, y el Infinito y la Eternidad sienten predilección por la gente como yo.» Una soledad demasiado ruidosa nació en la clandestinidad de los años 70, en la periferia de la oficialidad, tras una primavera de Praga que fue invierno, en forma de samizdat: tiradas reducidas que pasaban de mano en mano con la única obligación de distribuirse por parte de sus lectores. Publicada así, troceada en capítulos como los propios libros condenados de Hant’a, Hrabal llegó a verse en ese espejo fragmentado de tal modo que definió esa ruidosa soledad como el objeto de su existencia literaria. La estación última de esa «soledad sonora» que ya predicara otro de nuestros mayores marginales solo puede ser una y muy dura y no es difícil de imaginar. Pero quién puede dejar de acompañar a Hrabal en ese camino tambaleante de su, de nuestra predestinación.