Se
acerca el 8 de marzo, el Día de la Mujer (Trabajadora, por más señas), y a su
sombra proliferan proyectos de carácter subrayadamente «rosa». Todos los años
llega la fecha y todos los años nos cuestionamos la pertinencia de la
celebración y, sobre todo, la necesidad ética y la consecuencia teórica de
realizar actividades en que el único criterio es el sexo —lo que la literatura
académica especializada ha dado en llamar con desacierto 'género'—. Es evidente
que a estas alturas de la cosa no es precisamente original proponer nada que
lleve marchamo exclusivo en femenino. Y aunque también es evidente que se ha
evolucionado desde la posición de 'hooligan' del feminismo combatiente a una
búsqueda más pacífica y sinuosa de objetivos, lo cierto es que los años pasan y
continuamos en la brecha de la reivindicación. No será porque se ganen adeptos
con semejante postura. A diferencia de otros colectivos maltratados por la
Historia, cuyo victimismo reiterado suele generar simpatía y adhesión —no los
apuntaré aquí, pues está feo señalar según a quién—, la queja de la mujer
despierta animadversión no solo ya entre los hombres, sino incluso entre las
propias mujeres, divididas así entre apocalípticas e integradas de la causa.
Dejando
de lado las implicaciones sociales del asunto y yendo más a una cuestión de
producción cultural, siempre ha existido la vieja disputa acerca de la
relevancia de los logros artísticos de hombres y mujeres, el cuestionamiento de
un canon que favorece o no a lo masculino, la diferente «sensibilidad» de la
rúbrica femínea como elemento supuestamente distintivo entre el arte de unas y
otros. Y he aquí que se me ocurre que comparar cómo se aborda un mismo tema
iconográfico desde dos perspectivas distintas puede resultar más ilustrativo
que escribir miles de folios sobre teorías de dominación y luchas ancestrales.
Y se me ocurre además que puede ser interesante pensar en dos obras bien
conocidas y de idéntico título en que es precisamente una singular pareja el
objeto de atención: hablo de Judith y Holofernes
vistos por Michelangelo Caravaggio y Artemisia Gentileschi. Como es sabido, en
este episodio extraordinario del Libro de
Judith se concentran, al menos, amor, sexo, odio, venganza, muerte, honor,
astucia, guerra y política. El general asirio Holofernes asedia Betulia con toda su artillería. Judith, la viuda del rey
Manasés, caído en el cerco, procura un encuentro con el exterminador para invertir
la balanza de los hechos. El Antiguo Testamento no narra lo que ocurrió en la
temible soledad de la tienda del campamento asirio, cómo se resolvió el
encuentro entre el general y la heroína. Holofernes, ahíto de manjares y
alcohol, condujo a la viuda a su cámara, a la misma mujer enemiga a la que
convidó a cenar en su propia vajilla de plata. Según el relato bíblico, Judith
entró en la tienda del caudillo por su pie y salió con la cabeza de Holofernes
en las manos. En ese espacio muerto entre ambos hechos late una historia
encubierta por el pudor de la palabra en el texto sagrado. Es muy probable que
la heroicidad de Judith conllevara una contraprestación sexual: no hay honor
sin una mácula en su fondo.
La representación de este instante en la pintura de
Caravaggio respeta en grado sumo la pudicia del discurso bíblico, hasta el
punto de que el artista de Milán realiza un cambio conceptual importante: en un
primer momento, la Judith degolladora presentaba descubiertos sus pechos, pero
posteriormente el pintor los cubrió con una delicada blusa, reduciendo con ello
la violencia de la obra y también las asociaciones paralelas sugeridas dentro
del cuadro. En la tela de Gentileschi, por el contrario, cabe suponer que late
una terrible vivencia personal: Artemisia fue violada a los dieciocho años por
un preceptor que su propio padre había contratado para que la joven recibiera
clases de arte sin necesidad de acudir a los talleres, con demasiados hombres
al acecho. El proceso tras la denuncia al agresor fue largo y humillante:
Artemisia fue acusada de licenciosa, sometida a exámenes ginecológicos en
público y torturada para verificar que no mentía. La Judith que decapita a
Holofernes tiene el rostro de la misma Gentileschi, y el tirano degollado
presenta las facciones de Tassi, el violador infame.
La escena de Caravaggio es estática, libresca y
refinada mientras que la de Gentileschi es violenta, con acusadísimos escorzo y
movimiento, y estremecedoramente real. La Judith del milanés avanza en su
acción con repulsión y asombro, y Holofernes es un hombre que sufre. En el
lienzo de Artemisia la ejecutora hebrea exhibe determinación total y la víctima
queda reducida a muñeco ejemplar. Los tópicos de hombre y mujer se trastocan en
la tela y en la vida con demasiada frecuencia. Para muestra, un botón
—desabrochado— y dos cabezas.