Han pasado ya quinientos años y sigue sorprendiendo
casi tanto como cuando estaba viva, en aquel feraz y convulso siglo XVI que
tantas satisfacciones literarias y artísticas nos dio. Irreductible, iluminada,
frágil, arrogante, comprometida, temerosa, desconcertada, herética, impulsiva:
así fue y así sigue siendo de algún modo en sus palabras Santa Teresa de Jesús,
una de las contadas Doctoras que la Iglesia Católica ha tenido a bien reconocer
(en concreto, solo cuatro, y entre ellas la también admirable Hildegard von
Bingen). No deja de resultar paradójico que, al mencionar a la santa abulense, la
memoria nos evoque casi por instinto esa obra maestra de la escultura barroca
italiana que, sin embargo, tan poco tenía que ver con el auténtico espíritu de
la verdadera descalza: nos referimos, claro está, a la célebre Transverberación de Santa Teresa
ejecutada por Gian Lorenzo Bernini, todo un alarde de hábitos escandalosamente revueltos
y expresividad pseudo-orgásmica que nació al calor de la reciente canonización
de la santa allá por la segunda década del XVII, y que en la capilla del
Cardenal Cornaro, dentro de la Iglesia de Santa María de la Victoria en Roma,
encuentra un desproporcionado y fastuoso marco. El altísimo precio que se sabe
se pagó por una obra de tan excesivo desarrollo contrasta en grado sumo con la
espartana vida de que siempre hizo gala la monja de Ávila, del mismo modo que
podemos suponer casi sin error que el responsable del encargo no hubiera sido
precisamente objeto de devoción para Teresa, quien con frecuencia despotricó
contra la precaria espiritualidad de los altos estamentos eclesiales.
Fue la santa una mujer hermosa de ojos como
carbones, con un trío de lunares junto a la boca y dotada de discurso torrencial
y pródigo, aficionada cuando poco más que niña a los libros de caballería y los
afeites. Seguramente de esa juventud airosa le quedó una madurez más pausada
pero no exenta de cierta coquetería —esa con la que ya en sus cincuenta fue
capaz de cautivar a un veinteañero Juan de la Cruz y seducirlo con su proyecto
de descalzas— y de diáfana conciencia de la propia valía sustentada en su
incontestable inteligencia natural y sus lecturas, aun a pesar de que los
grilletes de su tiempo y condición —mujer y, por añadidura, monja en la España
católica del XVI— le imponían cierto recato en la expresión de sus pareceres. También
su carácter, tan firme como demasiado propicio a las debilidades mundanas —según
se le recriminaba entonces por sus veleidades y su peculiar conducta en el
convento de la Encarnación—, forjó una personalidad única en el panorama de la
religiosidad de su tiempo, al entender el concepto de comunidad conventual de
un modo bien alejado de la jerarquía y los modelos de sumisión habituales. En
verdad, tan única y extraordinaria fue Teresa que incluso logró sortear la
condena cierta que se hubiera abatido sobre ella de no haber sido más lista y
escurridiza que un ratón, incluso después de cometer la herejía de escribir su maravilloso
Libro de la vida, refrescante
autobiografía y singular tratado espiritual, una auténtica joya de la
literatura española que la intrigante y soberbia Tuerta de Éboli enarboló en su
contra ante la Inquisición.
Esa mujer profundamente concienciada de sí e
investida de la astucia suficiente como para sobrevivir en un entorno hostil
fue sin duda la que conquistó a Juan Mayorga cuando escribió hace un par de años
su espléndido texto La lengua en pedazos,
con una Teresa tal vez demasiado dudosa y apocada frente a un obstinado
inquisidor. Al tiempo que una colisión de caracteres, La lengua en pedazos plantea una colisión estética que funciona
desde un punto de vista dramático: la del discurso perfectamente hilado del varón
dominante frente a la verdad atávica y entrecortada de la palabra femenina
sometida —aunque, en realidad, de entrecortada tuviera más bien poco la palabra
de la santa de armas tomar, a juzgar por el número de páginas de su producción
literaria y epistolar.
Hemos de pensar que ya en su tiempo debió
encandilar Teresa con su discurso no solo a quienes creyeron en su proyecto y
compartieron su ideario, sino incluso al mismísimo enemigo. Con motivo de la
denuncia de la aviesa Princesa de Pastrana, el Libro de la vida fue analizado con lupa y el Padre Domingo Báñez no
pudo sino oponer como única objeción: «Sola
una cosa hay en este libro en que poder reparar, y con razón; basta examinarla
muy bien: y es que tiene muchas revelaciones y visiones, las cuales siempre son
mucho de temer, especialmente en mujeres, que son más fáciles en creer que son
de Dios…». Por lo demás, no cuesta mucho imaginar al implacable Inquisidor
disfrutando en lo apartado de su cámara con la preciosa prosa de Teresa de Jesús, la monja descalza, lenguaraz y rebelde.