Pocos
sentimientos están tan normalizados, etiquetados y restringidos como los que se
supone que debe experimentar —y poner en práctica— una madre. No una mujer,
sino una madre. El halo materno comprende una serie de cualidades más o menos «de
serie», como el espíritu inagotable de sacrificio o el amor más allá de todo
límite. Los actos de la mujer madre están presididos por esas variables fijas y
a ellas deben atenerse, de manera que quien los vulnera no es una mala mujer o
incluso, lato sensu, una mala persona, sino expresamente una mala madre, que es el colmo de la
maldad, algo contra natura que la sociedad no perdona. Si ya las faltas de la
mujer en nuestro orden siempre son más faltas que las de los hombres —y esto es
verdad verdadera, sin necesidad de entrar ahora en postulaciones feministas—,
qué decir de las (im)propias de una madre: constituyen una afrenta absoluta a
la comunidad y a la esencia del ser humano para las que la redención no es
posible, porque generan un horror tan inefable como atávico cuyos orígenes se
pierden en el curso del tiempo y las estrellas.
María, la
madre por antonomasia, la figura que sufrió tantas transformaciones
iconológicas hasta llegar a ser lo que hoy representa en el ideario cristiano,
la mujer que tuvo que dejar de serlo en el seno siempre misógino de la religión
para poder encarnar un canon supremo y venerado, indiscutido en un irresoluble
oxímoron por todos los que secularmente han abominado de la feminidad, es el
referente óptimo e inviolable de ese sentimiento general. El precio de semejante
reconocimiento es alto: quedar reducida a la condición de polícroma talla
inmóvil. Pero, ¿qué ocurriría si María en realidad tuviera sentimientos de
mujer más allá de los de madre, y mostrara signos de cobardía, soberbia,
malhumor, miedo, decepción o mezquindad? Ese supuesto —y con él otros
problemas— es el que aborda el escritor irlandés Colm Tóibín en su obra El testamento de María, recientemente
publicada en Lumen.
El
‘testamento’ de María no es seguramente la mejor traducción de ‘Testament’, con
mayúscula en el original. Se me ocurre que la traducción idónea sería El Evangelio de María, con todas las
reservas hacia la etimología eu-angelion, pues Tóibín no anuncia precisamente
buenas nuevas en su texto. Y es que la obra del irlandés presenta un Evangelio
alternativo, un Evangelio en que María narra la verdad de lo que ocurrió en el
día de la crucifixión de Jesús desde su perspectiva de madre débil, de madre
que desempeñó su grandioso papel de forma miserable: María no comprende a su
Hijo, no comparte sus enseñanzas —las considera peligrosas e inútiles— y, sobre
todo, no llega a presenciar su último suspiro, ni recoge su cadáver de la cruz;
antes bien, huye por miedo a ser identificada como madre del condenado, y en la
huida golpea y roba a inocentes para sobrevivir. Con el transcurso de los años,
esa madre es requerida por los seguidores del Hijo, que solo por eso la
custodian y protegen, para dejar un ‘testimonio’ —otra posible traducción,
mucho mejor que testamento— que reavive la creencia en Cristo, que reestimule a
los believers. Pero la María que
dicta ese nuevo Evangelio es una mujer, es díscola y, sobre todo, es una madre
arrasada por el dolor y el remordimiento. La María de Tóibín tiene que afrontar
dos asuntos terribles en cualquier maternidad: por una parte, lo que los
clásicos llamaban la mors inmatura,
el sinsentido inaceptable de que los hijos mueran antes que sus padres; por
otro, la incapacidad de proteger al Hijo y de asistirlo en su momento final.
Por supuesto, ninguna de esas heridas tiene cura, y María se refugia en una
amarga soledad y en el vago consuelo que le procura el paganismo. En tal
sentido, el texto de Tóibín es hábil e impecable, pues no solo traza un
verosímil retrato de esa apócrifa María instalada en una aterradora y racional
desesperanza, sino que en una admirable vuelta de tuerca la entrega a la
devoción de Artemisa, en cierto modo virgen luminosa, madre nutricia y oscura
bruja, como tan bien apuntó Robert Graves en esa joya ahora reeditada, La diosa blanca.